viernes, 17 de julio de 2015

Parte 2: "Siete minutos eternos".

Parte 2: "Siete minutos eternos", Ovni, la gran alborada humana.







Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.
1963. Costa Rica.









El intento por ubicar un comienzo, trasportó mis recuerdos a ese hermoso país centroamericano, Costa Rica, del cual guardo imborrables sentimientos de gratitud.

En el año de 1963, ocupando un empleo en el departamento de mantenimiento de comunicaciones del ICE (Instituto Costarricense de Electricidad), me correspondió estar en los trabajos de adaptación e instalación de las redes de comunicación que unirían el país con el mundo entero, durante la visita del presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy.

El presidente norteamericano, en misión de buena voluntad, intervendría en la reunión cumbre de los jefes de estado centroamericanos, para tratar asuntos relacionados con el futuro económico político de la región.

Por aquella misma época, mi vida se envolvía normalmente, combinando el ejercicio de mí profesión con las prácticas del mormonismo (Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Dias), religión a la cual me había adherido algunos años atrás.

Lo hice como una forma de búsqueda para encontrar ese yo perdido, del cual todos, en algún momento sentimos, pero no podemos explicar.

Satisfecho y contento de haber logrado cierto equilibrio, a través de los ejercicios impuestos por mis obligaciones en la Iglesia, aprendí a desenvolverme satisfactoriamente entre las más encontradas tendencias, logrando darle paz y armonía a mi existencia.

Las labores previas a la conferencia avanzaron con rapidez, la sede de la misma hervía por el calor de las múltiples actividades.

Los agentes de seguridad adscritos al F.B.I. y destinados a la exclusiva protección de mandatario norteamericano, vigilaron celosamente a cuanta persona participaba en los preparativos.

Enterándome, por su conducto, que la mayoría de los presidentes de ese país norteño, para fortuna nuestra, habían empleado mormones algunas veces entre sus colaboradores más próximos.

Tal como estaba previsto, concluimos nuestro trabajo la víspera de la llegada de Kennedy, y por tres días más, Costa Rica fue el centro de la atención internacional.

A pesar de ser pocas las personas realmente enteradas de los verdaderos objetivos de la cumbre, el pueblo desbordó su curiosidad, intentando apreciar de cerca los detalles de la misma; además, muchas cosas sucedieron aquel día.

Entre ellas, un leve temblor de tierra, producido justo algunas horas después de la llegada de los presidentes, que pasó desapercibido para la mayoría de los alegres habitantes de la capital.

Debió haber sido una voz de la naturaleza, intentando llamar la atención hacia algo a ocurrir en un futuro no muy lejano, y que sucedió en forma repentina.

Semanas después de haber culminado la conferencia, Costa Rica se estremeció violentamente, creándose a su alrededor caos y confusión.

No fue un temblor más. 

A lo lejos, uno de los volcanes más importantes del país, el Irazú, levantó una abundante columna de ceniza, brotada de sus entrañas, para cubrir la claridad del día, y con ella, sumir a Costa Rica en la desesperación.

La economía regional por excelencia, con cultivos de café y banano, sufrió el castigo de candentes gases sulfurosos, que impregnaron plantaciones enteras, de una gruesa capa de polvo volcánico.

A consecuencia de esto, el comercio se resintió, originándose una aguda escasez de productos de primera necesidad.

El gobierno, seriamente preocupado, adoptó medidas destinadas a frenar los graves peligros encerrados en esas erupciones, y nombró comisiones especiales para investigar la evolución de la lava.

Fueron llamados reconocidos vulcanólogos y técnicos expertos en la prevención de catástrofes naturales, que con rápido vistazo, y sin perder tiempo, diagnosticaron “embarazo prematuro”, pues de acuerdo a los últimos cálculos efectuados al cráter, éste había crecido un metro sobre los niveles normales.

La mejor recomendación entregada por estos científicos fue la de evacuar cuanto antes los habitantes de las faldas del volcán.

Ellos sabían que, mientras tanto el Irazú no arrojara su masa ígnea, incluso San José corría peligro.

Entre las numerosas formulas propuestas para aliviar la presión de sus entrañas; dos hicieron carrera en los labios de los costarricenses.

La primera consistió en probar explosiones internas con TNT, y la segunda, un poco más osada, cubrir el cráter con una amplia carpa de lona, para evitar las columnas de ceniza, surgidas todas las mañanas.

Los vientos, que en su trayecto la llevaban hasta la capital, tardaban dos horas alfombrando las calles de un molesto manto de varios centímetros de espesor.

Los caminantes protegían sus rostros con bolsas plásticas, temiendo contraer alguna epidemia común en ésta clase de desastres.

Como cualquier maldición, las consecuencias no se hicieron esperar.

Las escuelas cerraron sus puertas, y la actividad laboral disminuyó ostensiblemente.

En la medida de sus posibilidades, la Guardia Civil ideó un plan de emergencia.

Se montaría un puesto de vigilancia en las cercanías del cráter, reclutando miembros de la policía para informar, minuto a minuto, el movimiento de la lava, por si se llegaba a desbordar el cráter.

La caseta estaría equipada con un sistema de telecomunicaciones, conectada a una central, donde se coordinaría la evacuación, en caso de ser necesaria, porque se disponía de 2 a 3 horas para ello.

Una vez aprobado el plan, nuestro departamento en el ICE, recibió el encargo de levantar la red de comunicaciones.

Nos dispusimos a cumplir el trabajo, y según lo ordenado, planificamos convenientemente el intinerario, escogiendo un domingo para realizar los cálculos y las mediciones del caso.

Aquel día, junto con dos ingenieros, a los cuales acompañé en calidad de ayudante, nos dirigimos, cada uno en su jeep, y por una magnifica carretera, al lugar fijado con anterioridad.

Debimos ascender a los 3,432 metros sobre el nivel de mar, para llegar hasta la boca del volcán.

Al hacerlo, vimos mucha gente. Entre ellos turistas impresionados y curiosos, en busca de aventuras.

Éstas personas había burlando la autoridad de la policía, y lograron acercarse demasiado al cráter, poniendo en peligro sus vidas.

Días antes, un hombre había sido golpeado y muerto con un guijarro, arrojado con violencia, desde las profundidades del precipicio.

Era difícil detenerlos.

Ubicamos nuestros jeeps a un costado del camino, esperando algunos minutos, mientras los curiosos y los miembros de la policía abandonan el lugar, para así poder iniciar las investigaciones.

Una corriente fría y cortante heló nuestros rostros.

El panorama estaba despejado y sin nubes. El sol aún no se ocultaba, y sus rayos molestaban nuestros ojos.

A esa altura, el cansancio fue apoderándose de nuestros cuerpos, y realizando un último esfuerzo, medimos y fotografiamos el terreno con sumo cuidado.

Posteriormente, y luego de una corta reflexión, elegimos el lugar en donde se construiría la caseta de vigilancia.

Caminar por el volcán era desesperante.

A pesar de estar debidamente protegidos, con unos trajes de asbesto muy livianos, y diseñados para contrarrestar las inclemencias volcánicas, a cada paso emergía vapor caliente del suelo.

Estábamos frente a uno de los cráteres más grandes del mundo, y sin embargo, no era motivo de orgullo.

Decidimos regresar a San José lo más pronto posible.

Una última inspección, y nuestro jefe se separo un buen trecho de nosotros.

El volcán no cesaba de crujir.

Mi compañero miro el reloj, 5:45 de la tarde.

Me quité los guantes, y procedí a deshacerme del traje de asbesto.

No había comenzado, cuando el ingeniero más próximo, con un fuerte grito, llamó mi atención, sobre algo en el horizonte.

-¡Mire Castillo, ese avión anaranjado!-

Observé detenidamente el objeto, que estaba siendo seguido de cerca por otro aparato muy similar, y navegó silenciosamente hasta aproximarse al volcán.

Nuestras primeras conjeturas se dirigieron a confundirlos con los aviones escolta de la comitiva de Kennedy, pero al intentar identificarlos con más precisión, fracasamos.

Además, nos sorprendió bastante su forma de volar, a ras de los riscos, por cierto, no muy frecuente en los aviones militares y comerciales de la época.

Faltando trece minutos para las seis de la tarde, se detuvieron a trescientos metros sobre el cráter.

Uno de los objetos, se dirigió al otro lado del volcán, a la parte trasera de la comuna de cenizas.

Mientras tanto, el objeto frente a nosotros, se descolgó súbitamente unos metros en línea recta, hacia abajo, frenando en seco su caída vertical, para comenzar a mecerse como las hojas, al desprenderse de las ramas del árbol.

El otro aparato, recién hubo cruzado la zona de ceniza, y realizó la misma maniobra, hasta desaparecer de nuestra vista, al otro lado del volcán, justo a los ojos de nuestro tercer acompañante, retirado unos metros de nosotros.

Ambos objetos, según recuerdo, tiempo después formaron un remolino, como si alguna hélice estuviera girando a gran velocidad.

El más cercano a nosotros se estacionó a tres metros del suelo, a unos sesenta metros de distancia; de unos 45 metros de diámetro por 12 de altura, su forma era lenticular, mostrando unos ojos de buey alrededor.

Llevaba una cúpula verdosa bien proporcionada en relación al cuerpo color plomo, y no vimos costura alguna sobre su limpia superficie.

Al acercarse desde el horizonte, daban la impresión de ser anaranjados o rojizos, pero al detenerse, perdieron su coloración.

En ese momento, lejos de experimentar miedo, con la voluntad completamente anulada, nos sentimos, primero, clavados al suelo, y luego, parados sobre un hormiguero.

Pues una fuerte piquita cubrió nuestros cuerpos, impidiendo intentar una retirada, por demás prudente.

Solo pudimos contemplar tranquilos, tan imponente espectáculo, unos segundos, porque a continuación, un agudo silbido hirió nuestros tímpanos, produciéndonos un dolor casi insoportable.

Se abrió entonces una compuerta sobre la cúpula, parecida a un martillo, que giraba rápidamente, emitiendo una luz violeta, diferente a la luz azul, filtrada por entre las ventanillas.

El “periscopio” se elevo un metro, y luego se detuvo.

Creímos estar siendo observados o tal vez fotografiados, pero fueron apenas sensaciones.

En tanto giraba el martillo, y a pesar del dolor de oídos, escuchamos un tono musical en frecuencia baja, bastante rítmico.

Concientes de todo a nuestro alrededor, con los sentidos más alertas que nunca, perplejos, y sin poder movernos, comenzamos a temer un desenlace fatal.

No tardó mucho una respuesta a nuestras inquietudes, porque en los minutos siguientes, otro molesto sonido rasgó la distancia, penetrando nuestros órganos auditivos, y anunciándonos el fin de la función.

Avisados por el cierre de una compuerta, el “periscopio” desapareció.

En una fracción de segundos el aparato ascendió unos metros, como si hubiese caído hacia arriba.

Y rápido, inclino un poco su cuerpo, y se impulsó hacia el infinito, a una velocidad fantástica.

La escolta le siguió en silencio, dejando a su paso una estela multicolor, de gran variedad de tonalidades.

Primero un blanco-blanco, luego anaranjado, continuando su metamorfosis a un rojizo, luego a un azul intenso, y desaparecen transformados en violeta.

La velocidad imprimada por los aparatos varió notablemente sus formas, asemejando huevos alargados.

No volvimos a verlos más.

El viento, fiel y mudo testigo del avistamiento, comenzó a soplar con violencia inusitada, forzando nuestras mentes a reaccionar.

Instintivamente me sacudí de ese letargo nocivo al sentir un dolor agudo en mi hombro.

Me agaché, y al levantarme de nuevo, giré mi cabeza para observar a mi compañero, que con su mano oprimía vigorosamente mi hombro.

Lo soltó, dejándome unos segundos solo, sin pronunciar una palabra.

El ingeniero jefe, por su parte, se acerco rápido, imprimiendo fuerza a su andar.

En su cara se dibujaba el desconcierto, y sobre todo cólera, como nunca la había visto en él.

No pude negar o afirmar esa observación, pero, por bien de todos, dejé transcurrir unos momentos, hasta tanto los ánimos no estuvieran de nuevo en su lugar.

Cuando retornó la calma, intentamos explicar los detalles del avistamiento.

Bastante frecuente en nuestros trabajos fue fácil relacionar, con un fuerte campo eléctrico, presumiblemente generado por los aparatos, el molesto hormigueo en todo nuestro cuerpo, acompañado de la pérdida total del movimiento de las extremidades, superiores e inferiores.

Pero no fue posible asignarle una naturaleza a esos objetos voladores, diferentes a cualquier ingenio hecho por el hombre y conocido por nosotros.

Con un sencillo cálculo, pudimos saber la duración del suceso: 7 minutos, tiempo suficiente para concederle un espacio en nuestras atribuladas memorias, y la imposibilidad de olvidar el asunto.

La siguiente inquietud estuvo relacionada con la conveniencia de contar la experiencia al público en general.

Concientes de lo impactante que seria, para las mentes tradicionales comprender un hecho ajeno a la realidad misma de la vida, decidimos no intentar convencer a nadie, limitándonos a guardarlo como un secreto entre nosotros.

Era mas difícil explicar, que guardar.

Nos inclinamos por esto último, y con la consecuente promesa de silencio, cancelamos el incidente.

Desafortunadamente las circunstancias nos harían cambiar de parecer.

Ya entrada la noche, con las oscuras sombras sobre el volcán, recogimos los equipos de medición para iniciar el regreso a San José.

A pocos minutos de haber comenzado, un extraño malestar se apodero de nuestros cuerpos, acarreando mareos y deseos de vomitar, obligando a todos a permanecer inmóviles, hasta que desaparecía.

Temiendo haber recibido una fuerte dosis de radiación, proveniente de los aparatos, dirigimos nuestros jeeps, con gran rapidez, al puesto de salud más cercano, ubicado en Cartago, ciudad a 45 minutos del Irazú.

En el camino, debimos detenernos varias veces, presas de mortificantes deseos de evacuar nuestros estómagos, aunque siempre con resultados negativos.

Éstas falsas alarmas, como si el ritmo de nuestros organismos se hubiera modificado temporalmente, produjeron verdaderas oleadas de miedo, acompañadas de lánguidos pensamientos de muerte.

En el puesto de salud de Cartago, convencimos al médico para que examinara y diagnosticara nuestros cuerpos, basándose en un posible envenenamiento originado por la inhalación de gases volcánicos.

Sin embargo, no formuló medicamento alguno, pero con sospechosa curiosidad, por nuestro alto grado de excitación, decidió enviarnos a un examen mas completo en el Hospital San Juan de Dios de San José.

Ya en el centro hospitalario de la capital, gracias a la oportuna intervención de los médicos de turno, nos examinaron los ojos y la lengua, obligándonos a beber un polvillo blanco, vertido en un vaso con agua, despidiéndonos un poco después, con la seguridad de no haber encontrado huellas de males en nuestros cuerpos.

Esto nos tranquilizó mucho.

Dándonos un bien ganado respiro, en aquel agitado día.

Siendo los jeeps propiedad del ICE, fuimos a devolverlos a un lugar llamado Colima, muy cerca de San José, y todavía mas próximo al pueblo donde yo vivía, San Juan de Tibas.

La despedida con los ingenieros pasó casi inadvertida, cada uno envuelto en sus propios pensamientos, dando la espalda a los otros, para perderse en el intrincado complejo de las preguntas sin respuestas.

Llegué tarde a mi casa.

No me sentía cansado, sólo quería pensar.

Se lo conté todo a mi esposa Beatriz, pero no creyó una sola palabra.

Aquella noche medité como nunca antes lo había hecho, impotente ante la avalancha de preguntas planteadas por mi curiosidad, relacionadas con la vida, con mis creencias religiosas, y con los pocos conocimientos científicos en mi haber.

Me prometí encontrar una respuesta lógica, que explicara con propiedad esos extraños aparatos, aparecidos ante mis ojos, y que luego se fueron sin dejar rastro, distinto a nuestros molestos malestares físicos.

Creo, eso me pasó, en el Irazú, en esos… ¡Siete minutos eternos!





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