viernes, 17 de julio de 2015

Parte 6: “LA INICIACION”. Ovni, la gran alborada humana.

Parte 6: “LA INICIACION”. Ovni, la gran alborada humana.






Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.
1969. Colombia.






En las postrimerías del año 1969 regresé a Colombia. 

Me preocupaba sobre manera la salud de mi madre, y temiendo un desenlace fatal, cancelé con prontitud mis compromisos en Venezuela. 

Haberla visto postrada en su lecho de muerte, significó para mi momentos de profundo dolor y tristeza. 

Era apenas un reflejo extinguido de esa gigantesca grandeza, que le acompañó siempre, en todas sus empresas.

Intentar distinguir la fascinante personalidad encerrada en la frágil figura de mi madre, era una tarea por demás imposible. 

Sin embargo, los recuerdos se presentaban en mis reflexiones, como un testimonio visible, que me obliga a reproducir algunos facetas interesantes de aquella mujer, fuerza y empuje de mi existencia, en los amargos días que sobre-vendrían posteriormente.

“La Esmeralda Colombiana” murió ese mismo año, el 21 de octubre. 

Costa Rica sintió su muerte. 

En ese país desarrolló con más fervor sus trabajos, en bien de la niñez. 

Fue la fundadora de la “La Casa de la Madre y el Niño”, una de las tantas obras, en bien de la comunidad.

Mujer prudente, de penetrante inteligencia, colmó nuestras almas y mentes con consejos oportunos, siempre prácticos, adornados con amabilidad y cordialidad, características muy acentuadas en ella. 

Uno de sus muchos hijos del alma, un católico, haría historia por su firme actitud frente a los problemas eclesiásticos.

Se llamó Monseñor Gerardo Valencia Cano, quien acostumbraba a llamarla “mamá”. 

Meses antes de su trágica muerte, el “obispo rojo” (como le llamaban), comentó con cierta nostalgia las bondades que ella le
prodigó, enviando sin interrupción, su sincera y honesta voz de aliento, a menudo muy oportuna, en llegar a su rincón de Buenaventura (ciudad portuaria de Colombia, situada al Pacífico), donde los negritos lo visitaban, pues le habían convertido en una esperanza para sus miserables vidas.

Vale la pena rememorar las cálidas conversaciones de estos intelectuales, enfrascados en complicadas discusiones, para demostrar a quienes escuchaban, que la verdadera actitud del hombre frente al mundo debe ser la del respeto y la comprensión.

Los años no la convirtieron en carga para nadie. 

Aunque sus fuerzas la abandonaron, no perdió el control de sus capacidades intelectivas, que multiplicó, para dejar en nuestras manos un legado de amor y sabiduría.

Los elders lo sabían, y por eso disputaban cordialmente su conversación.

¡Cuánto quisiera yo volver a sentir su presencia! 

De ella aprendimos que la muerte en si es dolorosa cuando la vemos como un fin, pero no lo es cuando la aceptamos como una transición hacia un estado de vida más elevada, convirtiéndose, entonces, en una reconfortable excusa que invita a todos los hombres existir en un presente, en donde las luchas y el dolor son los ingredientes necesarios para reconocer la verdadera felicidad. 

Esa era mi madre, y su partida significó mucho para mí. 

Sufrí terriblemente, aunque había aceptado la realidad.

Retorné a mi nuevo trabajo, al frente de una importante compañía bogotana, INSTELCO Lta., fundada por un antiguo compañero de trabajo, de la Empresa de Teléfonos de Bogotá: Januario Moyano.

En los siguientes dos años, otro fuerte remezón me estremecería.

Acostumbrado desde pequeño a una vida rígida en concepciones nacidas en la sólida educación paterna, pude valorar algunas inquietudes contradictorias, pero que de pronto tomaron importancia capital en mi interpretación sobre las cosas mundanas.

En el año 1971, aun asistía regularmente a los oficios de la Iglesia. 

Como sacerdote, las posibilidades para entrar en contacto con numerosos personas eran realmente desconcertantes. 

La gran mayoría venia buscando ayuda y consejo, algunas veces para resolver oscuros conflictos, antes de adoptar drásticas
medidas, que casi siempre terminaban en forma dramática. 

Fue un negrito, tan oscuro como el carbón, pero con un alma tan blanca y brillante, que resplandecía al contacto de nuestras palabras y enseñanzas. 

Era un santo pero negro. 

El fue ese remezón que me abrió los ojos de una realidad totalmente diferente. 

Lo preparamos para la vida evangélica, y con la finalidad de quien nace para ello, asimiló con prontitud las reglas.

En la Iglesia, los rubios sacerdotes ya habían sospechado cierto “pecado” en su sangre. 

Buscaron en las Santas Escrituras, encontrando que aquel negrito pertenecía a la estirpe pecadora, castigada eternamente por el “Dios Mormón”, ¡era la raza de Caín!

Caín cometió el primer homicidio producido por el complejo de frustración, al notar que Jehová subestimaba sus esfuerzos de agricultor empírico, y en cambio, si apreciaba los presentes de Abel, el primer pastor, que sacrificaba sin piedad sus mansas ovejas, y se las ofrendaba en acto sangriento, que crispan nuestra sensibilidad.

Jehová maldijo al agresor con sentencia genética, y le ennegreció la piel, estigmatizándole eternamente a él, a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, por siempre jamás, hasta la consumación de los tiempos...

Así, según Jose Smith, “el profeta”, y el mormonismo, nació la raza negra en nuestro planeta.

Un viento de irá atravesó mis pensamientos. 

Desde pequeño fui enseñando a no discriminar a los hombres por el color de su piel, por la religión profesada, por las ideas defendidas. 

Según la Iglesia Mormona, los negros han sido condenados de por vida a ser la raza maldita por los pecados cometidos al desobedecer a Dios. 

Este precepto incluyo al negrito que quiso ser sacerdote mormón. 

Hoy he sabido que ya son aceptados los negros en el sacerdocio. 

Pero en esos días, una enfermedad, puso en peligro la vida de dos jóvenes hermanos. 

Necesitaban con urgencia varios donantes, corrí a la iglesia buscando voluntarios que pudieran sacrificar unos minutos de su tiempo y unos centímetros cúbicos de sangre. 

Me hicieron con caras destempladas, asombrados, como si los hubiese insultado.

Algo estalló en mi conciencia. 

Me vi enfrentado a la desilusión. 

No fue el hecho de adoptar una posición rígida respecto a la vida misma, por el contrario, fue problema de actuar según las reglas de la razón y la justicia, obligándome a aceptar una realidad, sin que mediaran actos sentimentales o emocionales, naturales en toda persona terrestre. 

Repentinamente reconocí la ceguera en la que estuve sumido durante muchos años.

Como era de esperarse, protesté enérgicamente. 

Con ello quebrante las reglas de aceptación sumisa,
importantes en el esquema de cualquier religión. Las críticas arreciaron.

No vi por qué tenía que seguir soportando tontas disciplinas, llenas de incongruentes aseveraciones, en donde lo más importante no era lo que pudiéramos pensar, sino, aquello que nos hiciera sentir en un mundo maravilloso, saturado de felicidad.

Reconozco que aquellos incidentes carecieron de mayúscula importancia, pero sirvieron para cuestionar otras cosas que si lo eran. 

Me hicieron creer que mis apreciaciones eran secundarias, tontas, y hasta mayúsculas. 

Mis superiores se trenzaron en una serie de legalismos bíblicos, intentando dar explicación a mi repentina rebelión. 

En realidad, la muerte de mi madre había anulado cualquier posible misticismo en mi corazón. 

Por eso, vi todo con una claridad impresionante.

Envié una carta al profeta viviente, en SALT Lake City, pidiendo explicaciones. 

Nunca recibí respuesta.

Así fue como di por canceladas mis relaciones con los mormones. 

Simplemente porque no pudieron responder a mis inquietudes. 

No pude soportar que hombres con ideas diferentes estuvieran excluidos de los planes de salvación del mormonismo. 

No me arrepentí de lo que hice. 

Por fin pude comprender la conversación con el suizo en Caracas. 

Mi momento había pasado.

Es increíble, pero los instantes críticos pasaron sin crear mayores contratiempos. 

En la plenitud de mis facultades, enfrentando mis obligaciones laborales, tuve cierto éxito en los negocios, al alcanzar un prestigio bien fundado en el mercado de los conmutadores telefónicos. 

En unión de dos antiguos amigos, viejos conocidos de las comunicaciones, entre a participar en “Conmutel Ltda.”, retirándome de “Instelco”, y dejando la sociedad de Januario Moyano.

Con mis socios, Pedro Murcia e Isidro Contreras, trabajamos arduamente para colocar nuestra empresa en un
lugar privilegiado. 

Compartíamos una oficina en el corazón de Bogota, en la calle 13 con carrera octava, con el Dr. Alfonso Blanco Rodriguez. 

Con ellos, al finalizar nuestras jornadas de trabajo, discutíamos aquel viejo tema, ya casi olvidado, ya casi agotado para mi: LOS OVNIS. 

Algunas excelentes publicaciones de Antonio Ribera, Jessups, Aime Michel, colmaban mi pequeña biblioteca, marchita con el correr de los años.

Excelentes ventas había aumentado las posibilidades de la compañía. 

A la par, mi oficina se convertía en centro obligado de quienes, por una u otra razón, se sentía atraídos por los ovnis. 

Desde luego, les gustaba charlar, pues era un tema sobre el cual tenia cierto conocimiento.

Corría el año de 1973, y un viernes en las horas de la tarde, reunido con mis socios, recibí una llamada. 

Era una mujer de voz suave y reposada, con acento extranjero bien marcado.

-Buenas tardes Enrique-, saludó la mujer. 

-Me llamo Karen, y acabo de llegar de Buenos Aires. Traigo
conmigo la dirección y el teléfono de su oficina. El propósito de esta llamada es hablar con usted sobre ciertos asuntos que a ambos no interesan.-

Dijo ser mexicana, y que se encontraba alojada en casa de una familia.

Posteriormente, comenzó a hablar de ovnis, y del mensaje que unos maestros “marcianos” supuestamente me enviaban. 

En realidad pensé en que me estaban jugando una broma pesada, algunos de mis amigos. 

Sin embargo, quise seguirle el juego a la mujer. 

La dejé continuar, no sin antes advertirle a uno de mis socios, para que levantara la bocina del teléfono, próximo, al que yo utilizaba, y la seguí escuchando.

-Enrique, mis maestros me envían para preparar, con ciertos ejercicios de concentración telepática, tu comunicación con ellos.- 

-Quiero hablar contigo y conocerte-, agregó Karen.

La conversación duro diez minutos. 

Quedamos de encontrarnos en la conocida heladería del norte, “Monte Blanco”, en la calle 70 con carrera séptima. 

El encuentro seria el sábado, en horas de la tarde.

Al día siguiente, pasadas las tres y media, en el jeep de la empresa, con mi amigo Alfonso Blanco, nos dirigimos al lugar de la cita. 

No sospeché ni por un momento la cadena de acontecimientos que aquella mujer desencadenaría. 

No solo a mí me afectó. 

Influyo en todas las personas que tuvimos nexos con ella.

Karen, la mexicana, fue enviada por el “destino” a cumplir una extraña misión, de la cual, aun hoy, no estoy seguro. 

Lo cierto es, que el engranaje, puesto en movimiento por ella, estuvo siempre planeado al mililitro, y calculado a la perfección, pues todo se cumplió de manera desconcertante y rápida.

Karen me aguardaba en la Heladería “Monte Blanco”, y no quise hacerla esperar….


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