viernes, 17 de julio de 2015

Parte 1: “Enrique de Jesús Castillo Rincón”.






Parte 1: “Enrique de Jesús Castillo Rincón”
Ovni, la gran alborada humana.
Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.
5 de enero de 1995. Caracas, Venezuela





Mi nombre de pila es Enrique de Jesús Castillo Rincón, y nací en San José de Costa Rica (América Central), el día 24 de Agosto de 1930.

Este libro que Usted Tiene en sus manos fue terminado de escribir en Septiembre de 1976, en Bogota, capital de la República de Colombia, en Sur América, y por múltiples razones, solo hasta ahora ve la luz pública.

Todos los acontecimientos en él consignados sucedieron en la realidad, entre junio de 1973 a febrero de 1976, y estos eventos son relatados con la mayor aproximación posible a como sucedieron, no son el producto de una alucinación, viaje astral, u otro fenómeno de tipo paranormal. Sucedieron físicamente entre ese lapso, de unos dos años y medio.

De éstas experiencias participaron varias personas dignas de crédito: profesionales, comerciantes, amas de casa, estudiantes, empleados, y hasta dos personas casi analfabetas.

Todos los detalles, nombres, fechas y lugares, pueden ser verificados por los investigadores que se avoquen a este fascinante reto.

No soy místico ni religioso.

No pertenezco a ninguna de las religiones tradicionales y no soy ateo. Tampoco me he considerado “elegido” para salvar a la humanidad y detesto a los llamados “contactados” que se auto eligen “seres especiales”, escogidos por alguna divinidad para llevar algún mensaje a la sufrida y casi desgraciada raza humana.

Las enseñanzas y mensajes que aquí se consignan, deben ser tomados solamente como una voz de alerta ante los futuros acontecimientos que vivirá la raza humana desde ésta fecha, 1995.

También se hace necesario aclarar, que a la sombra de los “contactados” se han formado seudo religiones convirtiendo en fanáticos a los seguidores de estos “lideres del parlamento extraterrestre”, que por ello, los investigadores y científicos con justa razón, desechan oír lo que tienen que decir.

He luchado a través de estos 21 años contra esa situación, y no he permitido que a mi sombra o nombre, se establezcan grupos que solo sirven para ser manipulados al antojo del líder, argumentando que en algunos casos, los Hermanos del Espacio les revelan e instruyen, con el fin de ser “escogidos” para una “selección depuradora” de la nueva raza que poblará la tierra.

Aducen también, que ésta “estirpe” de escogidos, serán evacuados a otros planetas para salvar y garantizar el futuro y la permanencia de la raza humana en la Tierra.

De hecho, tales aseveraciones han fracasado varias veces, cuando ‘EL COMANDO ASHTAR” ha “anunciado, con fechas, éstas falsas evacuaciones”.

Me convertí en un humilde y modesto investigador del Fenómeno Ovni, para encontrar una respuesta lógica y racional, no solo a mi experiencia, sino también a todo lo relacionado a nuestra historia y creencias, que a lo largo de los siglos ha perturbado constantemente a toda la civilización, sin poder encontrar una respuesta.

He viajado por casi todo el mundo, asistí a no menos de 12 Congresos del Fenómeno Ovni y Fenómenos Paranormales, he conocido y dialogado con los mas grandes investigadores del mundo, conocí sus teorías y conclusiones, he leído los mejores libros que han escrito sobre Platillos Voladores y la presencia (alienígena) extraterrestre en nuestro planeta.

Me he sentido algunas veces totalmente despistado, y otras, siento tener la respuesta, y también por qué no decirlo, creyendo tener en mis manos la “panacea universal” y la razón de: ¿Porque a mi....?

Han pasado 21 años y todavía no conozco la causa o razón, de porque me “contactaron”, ¿fue una casualidad? ¿Me seleccionaron al azar para ser portador de algún mensaje o sabiduría proveniente de las estrellas? ¿Cómo a un hombre de la clase “sándwich” (clase media) como yo, me asignaban una “ingrata” tarea, que me ha acarreado burlas, calumnias, epítetos y nombres de toda clase contra mi nombre y mi dignidad?

Me han llamado farsante, charlatán, estafador y mentiroso, de haberme inventado una historia sólo para vivir a costa de “los creyentes” fanáticos del fenómeno.

Me he visto ensalzado y elevado de unos niveles que no me corresponden y hasta públicamente han dicho, que soy un “escogido” de Dios, y que El envió a sus Ángeles a “contactarme”.

Se han dicho cosas terribles de mí que no son ciertas y también se han dicho cosas muy buenas de mí que tampoco son así.

El verme de un momento a otro involucrado en un evento de tal naturaleza, y sin poderlo explicar, me convirtió en un “paria” entre muchos de mis amigos.

Algunas personas que me conocieron, recién sucedido el encuentro, hoy aseguran que soy un “vivo” con una historia muy bien inventada y tejida.

Otros me expresan sus creencias sobre la autenticidad de mis experiencias y me respetan y admiran, otros simplemente se asombran ante lo que no comprenden y callan.

Hoy, recién iniciado el año de 1995, estoy consiente de que este libro puede desencadenar fricciones entre los fanáticos de los ovnis, pero el que me conoce de hace años, sabe que aquí consigno muchas verdades sobre el desenvolvimiento de los falsos grupos de “contactados” y sus mensajes espirituales.

No pretendo ser portador de LA VERDAD eterna y tampoco soy un “Maestro Espiritual” ni guía de nadie.

Solo quiero que la gente me deje ser lo que soy...un hombre con una experiencia diferente que sólo muy pocas personas en el mundo han tenido que vivir, para bien o para mal.

Por lo demás, seguiré en mi búsqueda de los valores reales del espíritu y la consecución del Conocimiento que me dará las respuestas de ésta inter relación de seres y espíritus más elevados, que a través de la historia, sin ya poder negarlo, han intervenido entre la eterna lucha del bien y del mal.

Unas veces actuando muy directamente, otras muy sutilmente, para calibrar a todos los seres humanos, dándonos a conocer "la Ley", y entregándole a los hombres de la Tierra el conocimiento que le dará finalmente el triunfo de la Paz sobre la violencia, del amor sobre el odio y la venganza, basados en el Conocimiento adquirido como base fundamental para un nuevo estado mental, que nos depara el saber y conocer las Leyes Universales que rigen, para fortaleza y beneplácito del Espíritu.


Dedicatoria:

A cuantos, desde la fecha de 1973, participaron como compañeros de grupo en la recepción y publicación de los mensajes, y que sin su ayuda esta información no fuese hoy el documento que es.

A mis amigos en Colombia, Venezuela, Costa Rica, España, Alemania, México y en todo el mundo donde encontré la fuerza de la amistad y la comprensión para entenderme.

A mi esposa Gertrudis, una parte muy importante de mi vida, y con “ella” a todos mis hijos.

A mis Hermanos Mayores, "los hombres de las estrellas", que depositaron su fe en mí a través de sus enseñanzas, que hoy entrego a los hombres de la Tierra en esta Alborada Humana.

A TODA LA HUMANIDAD PARA LA CUAL EXISTEN Y SON ESTOS CONOCIMIENTOS, pues el mensaje lo significa....

“Quien enciende para sí la lámpara, y lee, y escudriña, porque todo lo demás se le dará por añadidura.”


Enrique Castillo Rincón Caracas, Enero 5 de 1995.


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Parte 2: "Siete minutos eternos".

Parte 2: "Siete minutos eternos", Ovni, la gran alborada humana.







Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.
1963. Costa Rica.









El intento por ubicar un comienzo, trasportó mis recuerdos a ese hermoso país centroamericano, Costa Rica, del cual guardo imborrables sentimientos de gratitud.

En el año de 1963, ocupando un empleo en el departamento de mantenimiento de comunicaciones del ICE (Instituto Costarricense de Electricidad), me correspondió estar en los trabajos de adaptación e instalación de las redes de comunicación que unirían el país con el mundo entero, durante la visita del presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy.

El presidente norteamericano, en misión de buena voluntad, intervendría en la reunión cumbre de los jefes de estado centroamericanos, para tratar asuntos relacionados con el futuro económico político de la región.

Por aquella misma época, mi vida se envolvía normalmente, combinando el ejercicio de mí profesión con las prácticas del mormonismo (Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Dias), religión a la cual me había adherido algunos años atrás.

Lo hice como una forma de búsqueda para encontrar ese yo perdido, del cual todos, en algún momento sentimos, pero no podemos explicar.

Satisfecho y contento de haber logrado cierto equilibrio, a través de los ejercicios impuestos por mis obligaciones en la Iglesia, aprendí a desenvolverme satisfactoriamente entre las más encontradas tendencias, logrando darle paz y armonía a mi existencia.

Las labores previas a la conferencia avanzaron con rapidez, la sede de la misma hervía por el calor de las múltiples actividades.

Los agentes de seguridad adscritos al F.B.I. y destinados a la exclusiva protección de mandatario norteamericano, vigilaron celosamente a cuanta persona participaba en los preparativos.

Enterándome, por su conducto, que la mayoría de los presidentes de ese país norteño, para fortuna nuestra, habían empleado mormones algunas veces entre sus colaboradores más próximos.

Tal como estaba previsto, concluimos nuestro trabajo la víspera de la llegada de Kennedy, y por tres días más, Costa Rica fue el centro de la atención internacional.

A pesar de ser pocas las personas realmente enteradas de los verdaderos objetivos de la cumbre, el pueblo desbordó su curiosidad, intentando apreciar de cerca los detalles de la misma; además, muchas cosas sucedieron aquel día.

Entre ellas, un leve temblor de tierra, producido justo algunas horas después de la llegada de los presidentes, que pasó desapercibido para la mayoría de los alegres habitantes de la capital.

Debió haber sido una voz de la naturaleza, intentando llamar la atención hacia algo a ocurrir en un futuro no muy lejano, y que sucedió en forma repentina.

Semanas después de haber culminado la conferencia, Costa Rica se estremeció violentamente, creándose a su alrededor caos y confusión.

No fue un temblor más. 

A lo lejos, uno de los volcanes más importantes del país, el Irazú, levantó una abundante columna de ceniza, brotada de sus entrañas, para cubrir la claridad del día, y con ella, sumir a Costa Rica en la desesperación.

La economía regional por excelencia, con cultivos de café y banano, sufrió el castigo de candentes gases sulfurosos, que impregnaron plantaciones enteras, de una gruesa capa de polvo volcánico.

A consecuencia de esto, el comercio se resintió, originándose una aguda escasez de productos de primera necesidad.

El gobierno, seriamente preocupado, adoptó medidas destinadas a frenar los graves peligros encerrados en esas erupciones, y nombró comisiones especiales para investigar la evolución de la lava.

Fueron llamados reconocidos vulcanólogos y técnicos expertos en la prevención de catástrofes naturales, que con rápido vistazo, y sin perder tiempo, diagnosticaron “embarazo prematuro”, pues de acuerdo a los últimos cálculos efectuados al cráter, éste había crecido un metro sobre los niveles normales.

La mejor recomendación entregada por estos científicos fue la de evacuar cuanto antes los habitantes de las faldas del volcán.

Ellos sabían que, mientras tanto el Irazú no arrojara su masa ígnea, incluso San José corría peligro.

Entre las numerosas formulas propuestas para aliviar la presión de sus entrañas; dos hicieron carrera en los labios de los costarricenses.

La primera consistió en probar explosiones internas con TNT, y la segunda, un poco más osada, cubrir el cráter con una amplia carpa de lona, para evitar las columnas de ceniza, surgidas todas las mañanas.

Los vientos, que en su trayecto la llevaban hasta la capital, tardaban dos horas alfombrando las calles de un molesto manto de varios centímetros de espesor.

Los caminantes protegían sus rostros con bolsas plásticas, temiendo contraer alguna epidemia común en ésta clase de desastres.

Como cualquier maldición, las consecuencias no se hicieron esperar.

Las escuelas cerraron sus puertas, y la actividad laboral disminuyó ostensiblemente.

En la medida de sus posibilidades, la Guardia Civil ideó un plan de emergencia.

Se montaría un puesto de vigilancia en las cercanías del cráter, reclutando miembros de la policía para informar, minuto a minuto, el movimiento de la lava, por si se llegaba a desbordar el cráter.

La caseta estaría equipada con un sistema de telecomunicaciones, conectada a una central, donde se coordinaría la evacuación, en caso de ser necesaria, porque se disponía de 2 a 3 horas para ello.

Una vez aprobado el plan, nuestro departamento en el ICE, recibió el encargo de levantar la red de comunicaciones.

Nos dispusimos a cumplir el trabajo, y según lo ordenado, planificamos convenientemente el intinerario, escogiendo un domingo para realizar los cálculos y las mediciones del caso.

Aquel día, junto con dos ingenieros, a los cuales acompañé en calidad de ayudante, nos dirigimos, cada uno en su jeep, y por una magnifica carretera, al lugar fijado con anterioridad.

Debimos ascender a los 3,432 metros sobre el nivel de mar, para llegar hasta la boca del volcán.

Al hacerlo, vimos mucha gente. Entre ellos turistas impresionados y curiosos, en busca de aventuras.

Éstas personas había burlando la autoridad de la policía, y lograron acercarse demasiado al cráter, poniendo en peligro sus vidas.

Días antes, un hombre había sido golpeado y muerto con un guijarro, arrojado con violencia, desde las profundidades del precipicio.

Era difícil detenerlos.

Ubicamos nuestros jeeps a un costado del camino, esperando algunos minutos, mientras los curiosos y los miembros de la policía abandonan el lugar, para así poder iniciar las investigaciones.

Una corriente fría y cortante heló nuestros rostros.

El panorama estaba despejado y sin nubes. El sol aún no se ocultaba, y sus rayos molestaban nuestros ojos.

A esa altura, el cansancio fue apoderándose de nuestros cuerpos, y realizando un último esfuerzo, medimos y fotografiamos el terreno con sumo cuidado.

Posteriormente, y luego de una corta reflexión, elegimos el lugar en donde se construiría la caseta de vigilancia.

Caminar por el volcán era desesperante.

A pesar de estar debidamente protegidos, con unos trajes de asbesto muy livianos, y diseñados para contrarrestar las inclemencias volcánicas, a cada paso emergía vapor caliente del suelo.

Estábamos frente a uno de los cráteres más grandes del mundo, y sin embargo, no era motivo de orgullo.

Decidimos regresar a San José lo más pronto posible.

Una última inspección, y nuestro jefe se separo un buen trecho de nosotros.

El volcán no cesaba de crujir.

Mi compañero miro el reloj, 5:45 de la tarde.

Me quité los guantes, y procedí a deshacerme del traje de asbesto.

No había comenzado, cuando el ingeniero más próximo, con un fuerte grito, llamó mi atención, sobre algo en el horizonte.

-¡Mire Castillo, ese avión anaranjado!-

Observé detenidamente el objeto, que estaba siendo seguido de cerca por otro aparato muy similar, y navegó silenciosamente hasta aproximarse al volcán.

Nuestras primeras conjeturas se dirigieron a confundirlos con los aviones escolta de la comitiva de Kennedy, pero al intentar identificarlos con más precisión, fracasamos.

Además, nos sorprendió bastante su forma de volar, a ras de los riscos, por cierto, no muy frecuente en los aviones militares y comerciales de la época.

Faltando trece minutos para las seis de la tarde, se detuvieron a trescientos metros sobre el cráter.

Uno de los objetos, se dirigió al otro lado del volcán, a la parte trasera de la comuna de cenizas.

Mientras tanto, el objeto frente a nosotros, se descolgó súbitamente unos metros en línea recta, hacia abajo, frenando en seco su caída vertical, para comenzar a mecerse como las hojas, al desprenderse de las ramas del árbol.

El otro aparato, recién hubo cruzado la zona de ceniza, y realizó la misma maniobra, hasta desaparecer de nuestra vista, al otro lado del volcán, justo a los ojos de nuestro tercer acompañante, retirado unos metros de nosotros.

Ambos objetos, según recuerdo, tiempo después formaron un remolino, como si alguna hélice estuviera girando a gran velocidad.

El más cercano a nosotros se estacionó a tres metros del suelo, a unos sesenta metros de distancia; de unos 45 metros de diámetro por 12 de altura, su forma era lenticular, mostrando unos ojos de buey alrededor.

Llevaba una cúpula verdosa bien proporcionada en relación al cuerpo color plomo, y no vimos costura alguna sobre su limpia superficie.

Al acercarse desde el horizonte, daban la impresión de ser anaranjados o rojizos, pero al detenerse, perdieron su coloración.

En ese momento, lejos de experimentar miedo, con la voluntad completamente anulada, nos sentimos, primero, clavados al suelo, y luego, parados sobre un hormiguero.

Pues una fuerte piquita cubrió nuestros cuerpos, impidiendo intentar una retirada, por demás prudente.

Solo pudimos contemplar tranquilos, tan imponente espectáculo, unos segundos, porque a continuación, un agudo silbido hirió nuestros tímpanos, produciéndonos un dolor casi insoportable.

Se abrió entonces una compuerta sobre la cúpula, parecida a un martillo, que giraba rápidamente, emitiendo una luz violeta, diferente a la luz azul, filtrada por entre las ventanillas.

El “periscopio” se elevo un metro, y luego se detuvo.

Creímos estar siendo observados o tal vez fotografiados, pero fueron apenas sensaciones.

En tanto giraba el martillo, y a pesar del dolor de oídos, escuchamos un tono musical en frecuencia baja, bastante rítmico.

Concientes de todo a nuestro alrededor, con los sentidos más alertas que nunca, perplejos, y sin poder movernos, comenzamos a temer un desenlace fatal.

No tardó mucho una respuesta a nuestras inquietudes, porque en los minutos siguientes, otro molesto sonido rasgó la distancia, penetrando nuestros órganos auditivos, y anunciándonos el fin de la función.

Avisados por el cierre de una compuerta, el “periscopio” desapareció.

En una fracción de segundos el aparato ascendió unos metros, como si hubiese caído hacia arriba.

Y rápido, inclino un poco su cuerpo, y se impulsó hacia el infinito, a una velocidad fantástica.

La escolta le siguió en silencio, dejando a su paso una estela multicolor, de gran variedad de tonalidades.

Primero un blanco-blanco, luego anaranjado, continuando su metamorfosis a un rojizo, luego a un azul intenso, y desaparecen transformados en violeta.

La velocidad imprimada por los aparatos varió notablemente sus formas, asemejando huevos alargados.

No volvimos a verlos más.

El viento, fiel y mudo testigo del avistamiento, comenzó a soplar con violencia inusitada, forzando nuestras mentes a reaccionar.

Instintivamente me sacudí de ese letargo nocivo al sentir un dolor agudo en mi hombro.

Me agaché, y al levantarme de nuevo, giré mi cabeza para observar a mi compañero, que con su mano oprimía vigorosamente mi hombro.

Lo soltó, dejándome unos segundos solo, sin pronunciar una palabra.

El ingeniero jefe, por su parte, se acerco rápido, imprimiendo fuerza a su andar.

En su cara se dibujaba el desconcierto, y sobre todo cólera, como nunca la había visto en él.

No pude negar o afirmar esa observación, pero, por bien de todos, dejé transcurrir unos momentos, hasta tanto los ánimos no estuvieran de nuevo en su lugar.

Cuando retornó la calma, intentamos explicar los detalles del avistamiento.

Bastante frecuente en nuestros trabajos fue fácil relacionar, con un fuerte campo eléctrico, presumiblemente generado por los aparatos, el molesto hormigueo en todo nuestro cuerpo, acompañado de la pérdida total del movimiento de las extremidades, superiores e inferiores.

Pero no fue posible asignarle una naturaleza a esos objetos voladores, diferentes a cualquier ingenio hecho por el hombre y conocido por nosotros.

Con un sencillo cálculo, pudimos saber la duración del suceso: 7 minutos, tiempo suficiente para concederle un espacio en nuestras atribuladas memorias, y la imposibilidad de olvidar el asunto.

La siguiente inquietud estuvo relacionada con la conveniencia de contar la experiencia al público en general.

Concientes de lo impactante que seria, para las mentes tradicionales comprender un hecho ajeno a la realidad misma de la vida, decidimos no intentar convencer a nadie, limitándonos a guardarlo como un secreto entre nosotros.

Era mas difícil explicar, que guardar.

Nos inclinamos por esto último, y con la consecuente promesa de silencio, cancelamos el incidente.

Desafortunadamente las circunstancias nos harían cambiar de parecer.

Ya entrada la noche, con las oscuras sombras sobre el volcán, recogimos los equipos de medición para iniciar el regreso a San José.

A pocos minutos de haber comenzado, un extraño malestar se apodero de nuestros cuerpos, acarreando mareos y deseos de vomitar, obligando a todos a permanecer inmóviles, hasta que desaparecía.

Temiendo haber recibido una fuerte dosis de radiación, proveniente de los aparatos, dirigimos nuestros jeeps, con gran rapidez, al puesto de salud más cercano, ubicado en Cartago, ciudad a 45 minutos del Irazú.

En el camino, debimos detenernos varias veces, presas de mortificantes deseos de evacuar nuestros estómagos, aunque siempre con resultados negativos.

Éstas falsas alarmas, como si el ritmo de nuestros organismos se hubiera modificado temporalmente, produjeron verdaderas oleadas de miedo, acompañadas de lánguidos pensamientos de muerte.

En el puesto de salud de Cartago, convencimos al médico para que examinara y diagnosticara nuestros cuerpos, basándose en un posible envenenamiento originado por la inhalación de gases volcánicos.

Sin embargo, no formuló medicamento alguno, pero con sospechosa curiosidad, por nuestro alto grado de excitación, decidió enviarnos a un examen mas completo en el Hospital San Juan de Dios de San José.

Ya en el centro hospitalario de la capital, gracias a la oportuna intervención de los médicos de turno, nos examinaron los ojos y la lengua, obligándonos a beber un polvillo blanco, vertido en un vaso con agua, despidiéndonos un poco después, con la seguridad de no haber encontrado huellas de males en nuestros cuerpos.

Esto nos tranquilizó mucho.

Dándonos un bien ganado respiro, en aquel agitado día.

Siendo los jeeps propiedad del ICE, fuimos a devolverlos a un lugar llamado Colima, muy cerca de San José, y todavía mas próximo al pueblo donde yo vivía, San Juan de Tibas.

La despedida con los ingenieros pasó casi inadvertida, cada uno envuelto en sus propios pensamientos, dando la espalda a los otros, para perderse en el intrincado complejo de las preguntas sin respuestas.

Llegué tarde a mi casa.

No me sentía cansado, sólo quería pensar.

Se lo conté todo a mi esposa Beatriz, pero no creyó una sola palabra.

Aquella noche medité como nunca antes lo había hecho, impotente ante la avalancha de preguntas planteadas por mi curiosidad, relacionadas con la vida, con mis creencias religiosas, y con los pocos conocimientos científicos en mi haber.

Me prometí encontrar una respuesta lógica, que explicara con propiedad esos extraños aparatos, aparecidos ante mis ojos, y que luego se fueron sin dejar rastro, distinto a nuestros molestos malestares físicos.

Creo, eso me pasó, en el Irazú, en esos… ¡Siete minutos eternos!





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Parte 3: "EMPIEZA EL ASEDIO".

Parte 3: "EMPIEZA EL ASEDIO", Ovni, la Gran Alborada Humana.








Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.

1963. Costa Rica.






Al día siguiente, finalizadas mis labores, sin pensarlo dos veces, corrí a la librería “Universal” de San José, con la intención de adquirir algún volumen que despejara mis dudas sobre el avistamiento en el volcán Irazú. 

El vendedor, un poco confundido, sin poder aconsejarme, recogió de un viejo estante un empolvado libro, cuyo titulo parecía llenar los requisitos exigidos por mi naciente interés.

Aquel libro, “El caso de los Ovnis”, de Morris K. Jessups, fue mi primer contacto informativo con el mundo de los platillos voladores.

De éste y muchos otros, comprobé que mi experiencia estaba lejos de ser única, pero también me sirvió para conocer el concepto dividido de los científicos, en cuanto a la autenticidad del fenómeno. 

Para algunos, no era sino la normal confusión de bien explicadas manifestaciones de la naturaleza o de artefactos pertenecientes a la recién comenzada carrera espacial de las potencias. 

Para otros, significaba el triunfo de la magia sobre los equivocados planteamientos de una ciencia, vacilante e imperfecta.

A decir verdad, ninguna de las explicaciones satisfizo en su totalidad mis interrogantes, pero debí contentarme con ellas, ante la escasa información en nuestro limitado medio costarricense. 

En cuanto a mis investigaciones, siempre se realizaron a nivel de pasatiempo, pues carecía de facilidades para enfrentarlas
con más seriedad. 

Éste pasatiempo incluyó la confección de muy bien dotados álbumes, plenos de noticias, recortes y fotos, extraídos de periódicos y revistas, algunas obsequiadas por el vendedor de la librería.

Por otro lado, a causa de mi nueva y accidental relación con los “platillos voladores”, no pude evitar ser arrastrado por el ya incontrolado deseo de contar mi experiencia. 

Habiendo prometido silencio, consulté a mis compañeros de aventura, los cuales, en un acto de consideración, accedieron al dejarme en libertad para narrarla, siempre y cuando omitiera sus nombres.

Pienso que fue un intento inocente pero temerario, producto de la buena voluntad de mis deseos.

Conociendo a fondo las consecuencias de quienes, de una u otra forma, enfrentaban las normas pre-establecidas de una sociedad rígida, vigilante de sus valores y celosa de sus costumbres, me animé a contar los detalles del avistamiento. 

Que gran error fue cruzar los caminos de la religión y la ciencia sin otra compañía que los ojos de la inocencia.

Los terribles mecanismos encaminados a defender los principios hilados en las profundidades de la mente de los oyentes comenzaron a funcionar casi automáticamente, volcando sus energías contra algo, que a mi modo de ver, pertenecía al campo de las impredecibles experiencias cotidianas. 

Si narré los sucesos del Irazú lo hice con el ánimo de informar, y no con el propósito de dar explicaciones. 

Para mi desventura, el público nunca se detuvo a pensar en mis propósitos, y como vulgar hereje, la mayoría interpuso sus voces
para callarme. 

Una ola de risas y de expresiones malintencionadas hirió lo más recóndito de mis sentimientos, obligándome a retirarme, sin tener oportunidad de una justa defensa.

Ese fue el precio de mi osadía. 

Aunque algunas inteligencias se abstuvieron de comentar en voz alta sus opiniones, a mis oídos llegaron comentarios discretos de aceptación relativa. 

Bueno, no estuve completamente abandonado a mi suerte, pero la experiencia sirvió para actuar con prudencia en mis siguientes incursiones por el mundo de lo desconcertante.

La persistente actitud de mis compañeros de trabajo, empecinados en demostrar lo tontas que resultaban mis historias, fueron haciendo mella en mi ya escasa voluntad investigativa, y todo hubiera muerto definitivamente si no hubiera sido por algo que ocurrió dos meses después del avistamiento en el Irazú.

Una noche, regresé a mi casa en San Juan de Tibas, a pocos metros de la escuela “Miguel Obregón” donde realicé los estudios primarios.

Bastante agotado, no tardé en entumirme en un profundo sueño. 

A la una de la madrugada, un violento sonido retumbo en mi cabeza. 

Desperté sobresaltado, y con miedo indescriptible, me armé de valor para indagar el origen del mismo. 

Era un enjambre de abejas luchando encarnizadamente dentro de mi cerebro!. 

A pesar de los intentos por disminuir sus efectos, cubriéndome los oídos con las manos, la intensidad no disminuyó un instante.

Al ordenar mis pensamientos, recordé por un momento, que antes, solo una vez, había escuchado ese ensordecedor zumbido: cuando estuvimos en el Irazú, frente a los aparatos volantes.

Recorrí el lugar con la mirada. 

Mi esposa dormía, y no se dio por enterada del asunto. 

Rápido me puse de pie, y tomando un viejo palo de escoba (temiendo alguna desgracia) camine por la casa.

En sus habitaciones mis hijos descansaban plácidamente, ajenos a cuanto estaba sucediendo. 

Visiblemente afectado por terribles presentimientos, sin saber que hacer, regrese a mi alcoba, y al intentar abrir la ventana, los zumbidos cesaron por completo. 

Un sudor frió resbalo por mi espalda, acompañado de leves temblores por todo el cuerpo. 

Al fin la calma había retornado.

En la mañana, tomando café con mi esposa, intenté preguntarle discretamente sobre lo acontecido la noche anterior. 

No me atreví a hacerlo directamente.

Sin embargo, ella, al instante, dedujo hacia donde me dirigía, y con cierta violencia cortó de raíz la charla.

-Los ovnis te tienen psicosiado-, dijo.

Qué podía responderle, tampoco yo conocía la respuesta. 

Cuánto quise, en ese momento, que ella entendiera la inexplicable secuencia de hechos promovidos por ese "algo" desconocido e impenetrable, a mi limitada inteligencia!

Claro está que, fuera lo que fuera ese "algo", continuó manifestándose abiertamente, aportando dosis calculadas de enigmáticos acertijos, dirigidos a confundirme cada vez más.

En la madrugada de ese mismo día, ya olvidados en parte los temores, un fuerte remesón interrumpió mis sueños.

Beatriz, visiblemente perturbada, trató de llamar mi atención hacia un extraño ruido que sacudía la casa sin contemplaciones. 

Al despertar, su pánico contribuyó a formarme un terrible nudo en la garganta.

La sorpresa me dejó frió.

Como en la noche anterior, tomé una escoba vieja, y aun en interiores, por el calor que hacia en aquellos días, me aventuré, intentando desentrañar la fuente de aquello, que hacia estremece la casa. 

Los niños dormían, y solamente tres seres estábamos conscientes en ese momento: mi esposa, quien al borde de una incontrolable
crisis nerviosa me seguía de cerca, sin apartarse un segundo; el gato, con su hermosa pelambre esponjada, maullaba, apoyándose en mis piernas, y a cada instante dirigía su mirada hacia mis ojos, en una intento por comunicar el miedo reinante; el tercero era yo, impotente ante esa situación, también a un paso de la histeria.

Llegué al cuarto de baño. Todo vibraba.

Los vidrios se sacudían sin misericordia, parecían quererse salir de sus marcos, para caer al vació, y quebrarse en mil pedazos. 

Las paredes bailaban al compás de la música.

Estábamos poseídos por ese caos. 

Nuestros oídos nos dolían hasta la desesperación. 

Corrí a la puerta, muerto de miedo, y al abrirla, desaparecieron los ruidos. 

Todo quedo en calma. 

Había pasado un minuto, a lo sumo dos.

Cuando los hechos han sido extremadamente impactantes, entonces, es posible acudir a las comparaciones.

Por eso, pude apreciar, que ese horroroso zumbido, había sido más agudo y más fuerte que el anterior.

Salí al jardín a mirar el hermoso cielo estrellado. 

Busqué en los rincones del oscuro horizonte en un esfuerzo por distinguir algo, y no había nada. 

Un viento suave, silencioso, golpeó mi rostro. 

Terriblemente avergonzado observé mi cuerpo, mis manos, la escoba...

Hasta dónde habían llegado las cosas!

En ropa interior, el miedo me había impulsado a perseguir la causa de los ruidos y las vibraciones, en el afán de encontrar una protección ante semejante suceso. 

Desde luego, mis acciones fueron automáticas, inconscientes de defensa.

Regresé a la casa para intentar serenar a mi esposa. 

Permanecía con la mirada perdida, temblando nerviosamente. 

No pude seguir durmiendo en ese raro amanecer. 

Recordé que al despertarme ella había dicho:

-¡Enrique, Enrique, están aquí!-

Como si nada hubiera pasado, la vida continúo, y los días transcurrieron sin novedad. 

Nunca recibí una respuesta, nadie la conocía, y jamás pude olvidarme del pánico experimentado, en aquellos amaneceres de terror en Costa Rica.

Un buen día visité a un amigo, antiguo compañero de colegio, a quien suelo catalogar como uno de los compañeros de estudio mas inteligentes que he conocido. 

A Julio Acosta Jiménez le conté toda la historia.

Con su acostumbrada y reflexiva actitud, atento escuchó, sin perder detalle de los acontecimientos, y luego de discutir unos segundos dijo:

-Te están siguiendo, no hay duda.-

Julio es hoy el jefe de Casillas del Correo Nacional de Costa Rica, y fue él quien primero planteó alguna desconocida pero intrínseca relación, entre los platillos voladores y yo. 

Desde luego, esto me causó sorpresa, pues nunca esperé una respuesta de esas proporciones, pero obró como un sedante, y con excelentes resultados. 

Aquel amigo se convertiría en mi tan buscado refugio de inquietudes, conforme descubríamos porqué no hemos tenido el criterio suficiente para desentrañar sus misterios.

Muchas personas han corrido la suerte de sufrir experiencias desconcertantes, pero la descoordinada y despreocupada posición de los medios de comunicación, frustran cualquier intento por aclararlas.

Una tarde, Julio y yo, tomamos un taxi. 

Por casualidad el tema de conversación se orientó de pronto hacia los objetos voladores.

Concertados en la discusión, olvidamos tomar en cuenta la curiosa mirada del conductor, a través del espejo retrovisor. 

Atento a nuestras palabras, se decidió a interrumpir la charla, diciendo en tono grueso y confiado, que él estaba construyendo un “platillo volador”. 

Según pudimos deducir más adelante, parecía hacerle falta un motor de motocicleta, para ver volar su ingenio por los cielos.

Una profunda sonrisa afloró en nuestros labios, sin poder reprimirla. 

En mucho tiempo no volvimos a oír algo mas descabellado. 

Sin embargo, nos entrego una tarjeta con sus señas particulares, haciéndonos una cordial invitación a su casa. 

Nunca lo hice, y no recuerdo por qué.

Lo más seguro es que su ingenio nunca voló.

Esas esporádicas conversaciones confirmaron la visible preocupación, y el interés de las personas por saber a ciencia cierta en que consistían todo ese cúmulo de acontecimientos y experiencias sucedidas, aún sin número de gentes, y que nunca recibían una adecuada repuesta. 

Éste fue uno de los motivos mas importantes que nos llevaron a formar un grupo de estudio, encargado de reunir y meditar las informaciones existentes y relacionadas con los objetos voladores. 

Aquel grupo estuvo integrado por varios amigos (entre ellos Julio Acosta), el vendedor de la Universal Felipe Segura, un operario de mantenimiento de la Tropical Comisión Company, viejo conocido mió, y otras personas, cuyos nombre desaparecieron de mi memoria, unidos por el mismo interés.

Comenzamos recopilando todos los datos a nuestro alcance, por cierto, escasos, debido a la ausencia de fuentes apropiadas de consulta, pero que compensamos, enviando abundante correspondencia a prestigiosas organizaciones especializadas en el tema ovni. 

Dos de éstas instituciones, la APRO y la NICAP, respondieron nuestras cartas, asegurando que sus archivos contenían algo más de 20,000 casos investigados, de gentes involucradas en algún tipo de avistamiento. 

Ya era algo para empezar a reflexionar seriamente.

Comprendimos a conciencia la complejidad encerrada en estas investigaciones, y la dificultad de replantear correctamente las preguntas, para obtener las respuestas adecuadas. 

Debimos acudir a ciencias afines, en un intento por aclarar las teorías sobre la vida en el universo, y su enigmática consecuencia: El hombre. 

Y no era algo tan sencillo, como en un principio supusimos.

Reunidos en una vieja buhardilla, aislada del molesto ruido exterior, predisponíamos nuestros espíritus a plantear amenas charlas, que muchas veces se prologaron hasta altas horas de la noche. 

Desde luego, no tuvimos trascendencia alguna, pero si satisfacciones, que en parte calmaron nuestros voraces instintos por las cosas raras. 

Entre las muchas conclusiones, una llamó nuestra atención: la mayoría de los misterios lo son, por la mínima información que tiene el publico de sus correspondientes explicaciones, y que, unido a la fértil imaginación de las mentes no cultivadas, ajigantan las proporciones del mismo.

A eso se debía las desproporcionadas noticias aparecidas en los diarios de todo el mundo. 

Pero existía otro agravante: los millares de informes derivados de personas pertenecientes a distintos niveles sociales e intelectuales, referentes a apariciones de desconocidos objetos voladores, maniobrando en distintas formas, y que nunca recibieron adecuada atención, por parte de los expertos. 

El problema ha persistido desde entonces.

A pesar nuestro, algunos inconvenientes frustraron nuestro deseo de seguir reuniéndonos. 

La continua acumulación de interrogantes no resultas, la falta de nuevos elementos informativos, la rutina (precoz enemiga de espíritus no-científicos), y las diferentes ocupaciones que nos coparon gran parte del tiempo, nos obligaron a disolver el grupo.

Así terminó un esfuerzo honesto, ausente de portentosos descubrimientos, y estéril en conclusiones, pero satisfactorio para nuestras intenciones.

Desde luego, no hice de lado mi pasatiempo, pero tampoco le volví a poner mayor atención del que normalmente se le concede. 

Con el nacimiento de mi hija Asuramaya, nacida en San José, el 13 de Mayo de 1964. 

Debí dedicarle más tiempo a mi hogar, un poco abandonado, por mis prolongadas ausencias de tertulia nocturna, y a mi iglesia, a la cual quería con especial cariño.

En alguna oportunidad comenté los sucesos del Irazú a serios ministros mormones, buscando en parte otro tipo de respuestas. 

No sólo no las encontré, sino, que recibí una severa advertencia de mis superiores jerárquicos para guardar silencio. 

En mi nueva actitud pasiva, una filtración de un compañero elder
(anciano), estimuló mi curiosidad al decirme:

-Mi hermano es piloto de la Fuerza Aérea, y vio un "platillo volador", pero sus superiores le insinuaron “amablemente” que olvidase el asunto.-

Siempre estuve alerta de los continuos relatos que circulaban de vez en cuando. 

Oí uno de ellos al recibir el encargo de revisar el sistema telefónico de la Embajada de los Estados Unidos. 

Allí conocí un ex-soldado de la marina, antiguo combatiente de la guerra de Corea, quien me acompañó a inspeccionar la central telefónica de la sede diplomática. 

Manipulaba un selector cuando notó la similitud con algún objeto volador, visto en tiempos pasados, y aproveché la oportunidad para pedirle su opinión acerca de esos aparatos. 

Respondió que, siendo sargento del ejército norteamericano, le fue ordenado investigar un foco guerrillero localizado cerca de unos grandes arrozales en Corea. 

Iban ocho soldados más. 

Escucharon un ruido, y sigilosamente dividieron el contingente, con el fin de rodear el arrozal para sorprender al enemigo por ambos flancos.

Así lo hicieron. Al arrastrarse un poco más en el pantano, el ruido aumento. 

Entonces levantó la mirada, y para sorpresa de todos, se encontraron frente a un aparato de 4 metros de diámetro. 

A su alrededor se hallaban seres pequeños realizando labores variadas. 

Unos recogían agua, otro, apoyado en la estructura, aparentaba limpiarse las uñas. 

Caminaban como pingüinos, no superaban los 60 cms. La piel era púrpura, y su manos perfectas y no tenían cascos.

El sargento levantó el rifle, apunto a través de la mira telescópica, y observa los trajes negros de los diminutos astronautas. 

Algo lo contuvo a disparar. El que aparentaba limpiarse las uñas alertó a sus compañeros. 

Eran los soldados de la patrulla, listos a disparar por detrás. 

Los seis ocupantes, rápidos, gritando en un extraño idioma, subieron al aparato, y en un santiamén desaparecieron de su vista.

El sargento contó, como cosa de rutina los sucesos a sus superiores. 

Al poco tiempo fue dado de baja, le ordenaron callar, y lo incorporaron al servicio de guardia diplomática. 

Por eso estaba en Costa Rica.

Recién construida la represa de Río Macho, una gigantesca planta hidroeléctrica, fuimos en plan de revisar los equipos telefónicos de la misma.

Los guardias de la represa, apostados allí, comentaron los avistamientos de misteriosos objetos, volando a poca velocidad. 

No informaron oficialmente, puesto que a nadie le había interesado.

Mis labores de investigador se reducían a recopilar datos, un pasatiempo más, como coleccionar estampillas o mariposas. 

Siendo un tema muy limitado en Costa Rica, los días trascurrieron sin encontrar informaciones que aportaran nuevos elementos de juicio.

Con un talento, que nació de la noche a la mañana, me vi escribiendo poesías. 

Un deseo irrefrenable, cuyas raíces no pude comprender. 

Algunas de ellas fueron publicadas en periódicos tan prestigiosos como “La Nación”, o en el "Diario de Costa Rica". 

El director del SIP (Servicio Interamericano de Prensa), de aquel entonces, Ricardo Castro Beeche, refiriéndose a mi trabajo, dijo haber encontrado poesías del futuro.

Fue algo paradójico. De un momento a otro se me despertaron talentos desconocidos, a los cuales busque explicación, cuestionando con profundidad mi vida. 

No encontré nada especial. 

Mi infancia transcurrió felizmente. Tal vez pocos niños corrieron con la suerte de contar con unos padres como los míos.

Mi madre, colombiana, de Boyacá, gentil, de espíritu bondadoso, inteligente, colmó nuestras vidas con su ejemplo. 

Mientras vivimos en Costa Rica, demostró cualidades de escritora, bajo el seudónimo de “Esmeralda Colombiana”. 

Muy apreciada en los círculos intelectuales costarricenses, llegó a ocupar importantes cargos en la vida pública de ese país. 

La juventud la quería, los muchachos y los niños fueron sus amigos. 

Su concepto de la vida, notablemente adelantado para la época, hubiera hecho murmurar hoy a muchos con sus planteamientos.

Mi padre, un gran hombre. 

A pesar de los años difíciles, supo afrontar prudentemente los obstáculos que se le interpusieron.

Fue un hermoso matrimonio. 

Nunca les oí una queja, un roce de palabras, una ofensa. 

Se amaron y nos quisieron, con todas las fuerzas de sus inmensos corazones. 

En mi adolescencia, en 1944, en tiempos de la segunda guerra mundial, mis padres regresarían a su país de origen, Colombia, junto a mis hermanos, Leda y Roberto. 

Mi hermano Leonardo se quedaría viviendo en Costa Rica. 

Mis padres habían vivido durante 25 años en ese estupendo y maravilloso país: Costa Rica. 

Cuatro años más tarde, mi padre moriría en Bogotá, Colombia.

Mi padre murió, días antes que cobardes dispararan y cegaran la existencia de un gran hombre, al que el admiraba: Jorge Eliécer Gaitan. 

Ya no volvería a escuchar sus vibrantes voces: la del caudillo, y la de mi padre.

A mediados de 1964 se me presentaron algunas oportunidades de trabajo. Uno de ellos me tentaba, con un puesto excelente en Cali, Colombia. 

No lo pensé dos veces, y hacia esa ciudad me dirigí.



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Parte 4: "¿ESAS “COSAS” ME ESTARAN SIGUIENDO?". Ovni, la gran alborada humana.

Parte 4: "¿ESAS “COSAS” ME ESTARAN SIGUIENDO?". Ovni, la gran alborada humana.







Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.
1964.Colombia.






Bastante ilusionado, orienté todas mis aspiraciones a aquella tierra, cuna de mis mayores, y de la cual guardaba gratos recuerdos, gracias al decidido empeño de mis padres por conservar las nostálgicas costumbres ancestrales. 

Tal vez por esa razón acepté regresa a Colombia. 

Había escuchado interesantes comentarios de amigos y conocidos que me llevaron a tomar una rápida decisión.

Cali era, en aquellos años, una ciudad próspera, de notable progreso industrial. 

Sus calles, adornadas de hermosas mujeres, contagiaban el ambiente de un aire siempre fiestero, donde las tristezas no tenían lugar.

Mi estadía allí, por cierto, bastante agradable, no se atribuyó precisamente por los recuerdos. 

Si bien, es cierto, llevamos una vida tranquila, no por esto pude desligarme de las experiencias de Costa Rica, sutilmente impresas para siempre en mis pensamientos.

Cada situación confusa, cada fenómeno inexplicable, cada noticia sensacionalista, era motivo suficiente para asociarlas a los hechos, con aquellos misteriosos objetos. 

Era un proceso interior, automático, difícil, casi imposible de controlar. 

Mis juicios y conclusiones se tornaron más agudos. 

Desconocía las razones de estos cambios. 

Además, no aceptaba explicaciones gratuitas: quería conocer la verdad, no interpretaciones vacías, irracionales, de aquellas, usadas para salir de aprietos.

En ese estado reflexivo, a menudo, mientras caminaba, volcaba inconscientemente la mirada hacia las estrellas, perdidos mis pensamientos en algo que aun no sabía precisar. 

Fue de esa manera como aprendí a sopesar algunos extraños sucesos que pasaban desapercibidos, para las irrazonables cabezas de las personas. 

Hechos tal vez sin importancia, pero que vistos bajo el ángulo de la curiosidad, dejaban bastante interrogantes.

Yo fui testigo de dos incidentes, aparentemente sin importancia. 

El primero, en compañía de mi esposa, en una noche despejada. 

Curiosamente en un sector de nuevas construcciones, cuando fijé mi atención sobre un meteorito que avanzaba lentamente, dibujando sobre el cielo un perfecto zig-zag. 

Bastante excitado, grité a los obreros de las construcciones, quienes, sin perder un segundo, corrieron a reunirse conmigo, para
apreciar al máximo el espectáculo, el cual duro casi 30 segundos, hasta desaparecer, sin dejar rastro de su corta existencia. 

Bastante extraño, no cabía duda.

Sin embargo fue el segundo fenómeno, que por sus características, causó mayor revuelo entre los caleños.

En un atardecer veraniego, en Cali, Colombia, a finales de 1964, uno de mis hijos señaló un aerolito anaranjado hacia el norte. 

Al perderse en la lejanía, transcurrieron no más de cuatro minutos, al cabo de los cuales, se oyó una violenta explosión, que retumbo en toda la ciudad de Cali, produciendo terror y desconcierto por
igual, entre personas y animales. 

Atentos al noticiero de la noche, pudimos escuchar un informe más detallado acerca del aerolito. 

Al parecer, había caído en un lugar llamado Jamundí, quemando en su trayectoria gran cantidad de vegetación circundante.

En la edición del diario “El Occidente”, de la capital vallecaucana, se publicaron algunas notas al respecto, en las cuales se apreciaban claras contradicciones. 

Una de ellas hacia referencia al informe presentado por un experto de la Universidad del Valle, confirmando la naturaleza del fenómeno. 

Sin embargo, a continuación, se hablaba de una partida de agricultores, fuertemente armados, con garrotes y machetes, que se dirigieron al lugar de la colisión, encontrando a su alrededor parte de la enramada y del pasto chamuscados, y también al “aerolito”, justo en el momento que levantaba vuelo para perderse en la lejanía. 

Al inspeccionar el terreno no encontraron cráter alguno, pero si insistentes rumores de varios testigos, relacionados con la aparición de extraños seres revisando la zona. 

La verdad, nunca pudimos comprobar tal información. La gente poco colaboró. 

Era de esperarse esa actitud. No insistimos más en el asunto.

Sumido en una desagradable monotonía, los días pasaban en Cali, con una lentitud pasmosa. 

Con el fin de superar esa molestia, acostumbraba a distribuir mis horas de descanso entre ir al cine, leer, o asistir a los oficios de la iglesia. 

Yo era mormón desde 1961. 

Seducido por la amplitud de sus enseñanzas, me fui sumergiendo cada vez más en la profundidades de su fe. 

Sin ser místico, en el sentido estricto de la palabra, reconocí la necesidad de encontrar nexos tangibles con una Verdad Superior, ajena de oscuros sentimentalismos humanos.

Fui mormón convencido de las enseñanzas de sus profetas, y en ellas, intente encontrarme a mi mismo.

Sabia que era puerto seguro, y por eso me entregué dócilmente. 

Como era de suponerse, pronto me vi envuelto en una carrera sacerdotal, llena de reconfortantes experiencias, y de la cual, nunca he sentido el más mínimo arrepentimiento.

Cuando llegué a Cali, lo hice presbítero, y en virtud de ello recibí la anuencia correspondiente, para que funcionara en mi casa una “rama” de la iglesia, como se le conoce.

Sin perdida de tiempo, y con la ayuda de dos elders, o sacerdotes mayores, se dispuso su organización en la ciudad. 

Por fin la “iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos Días”, abrió sus puertas en mi casa, celebrándose allí las primeras ceremonias, hasta cuando pudimos adquirir un local más confortable.

Con cierta envidia, a menudo se ha criticado la laboriosidad de los sacerdotes mormones. 

Lo cierto es que en corto tiempo logramos cautivar un buen número de personas, algunos compañeros de trabajo, otros, vecinos de mi casa, a quienes convertimos al mormonismo. 

Nuestra comunidad creció con rapidez. 

Y con ella, la tranquilidad en mi vida, distinguiéndose mi estadía en esa ciudad como periodo de gran prosperidad, aun con el inconveniente de tener que soportar las calientes tardes caleñas.

Por razones ya conocidas, nunca intente mezclar el tema religioso con los ovnis, incluso me abstenía de provocar diálogos al respecto. 

Sin embargo, presionado por casuales circunstancias, me vi envuelto en una discusión inesperada, donde intervinieron jefes, subalternos, y un amigo, José Millar Trujillo, quien más
tarde me apodaría “El Marciano”. 

A raíz de eso, fui obligado a ejecutar algo con la cual nunca soñé.

Hallándome en Cali, con el fin de proporcionar la telefonía automática, en los ingenios azucareros, en uno de ellos, en el ingenio Pichichi, dicté en 1965, por primera vez, una conferencia sobre “platillos voladores”.

Lejos de sospechar el extraordinario interés despertado por estos temas, vacilé en un principio, intentando justificar mi evasiva, con argumentos como el de la inexperiencia. 

No valió de nada. Me vi enfrentado a un público dócil, subyugado por la novedad. 

Me aplaudieron sin cesar, durante un buen tiempo, mientras me repuse de la emoción. 

El mismo José Millar Trujillo, que con Felipe Segura, aquel viejo compañero de tertulia en Costa Rica, habían acudido a la conferencia, pues Felipe se encontraba en Cali tomando un curso de telefonía, enviado por su empresa de Costa Rica, y él no salían de su asombro. 

Ellos fueron los primeros en acercarse a respaldar con sus palabras la labor anteriormente descrita.

No cabe duda que el éxito contribuyó a dejar al descubierto mi oculta afición por los ovnis, celosamente guardado, mientras permanecía en Cali. 

Muchas personas se acercaron, al principio con timidez, y luego con decisión, a relatar algunas confidencias, unas guardadas durante años, otras ocurridas recientemente.

Entre los muchos secretos, recuerdo aquella narración de dos guardias del Ingenio Central Casilla, quienes presenciaron el recorrido de un objeto sobrevolando, a las cuatro de la mañana, las moradas de los obreros.

Dirigiendo sus linternas al aparato, recibieron como respuesta un penetrante baño de luz, que iluminó la totalidad del barrio.

Como ésta experiencia, escuché sin fin de ellas. 

Desafortunadamente, en lo que a mi concernía, erabastante difícil intentar algunas respuestas apropiadas. 

Por eso adopté una posición pasiva, receptiva, que no chocara con mi condición de sacerdote, limitándome solo a escuchar. 

Ya en la mente de muchos, estaba depositada la semilla, faltaba cultivarla.

Mi estadía en Cali finalizó, gracias a un nuevo contrato obtenido, para ir a trabajar a Bucaramanga, esta vez con la “General Telephone Internacional”. 

Allí me desempeñé como jefe de Instalaciones Internas de
Centrales Publicas.

Siguiendo un patrón definido desde hacia mucho tiempo, copié al milímetro la labor realizada en Cali. 

Es decir, no pudo faltar la correspondiente fundación de la “rama” de la iglesia Mormona en la capital santandereana. 

Tal vez, en esa ciudad, debí redoblar mis esfuerzos eclesiásticos.

De ahí que me atreva a asegurar, que el tema de los ovnis hubiera muerto definitivamente para mi, si hubiera permanecido en
Bucaramanga más tiempo del que estuve.

A decir verdad, mis aspiraciones y mis proyectos aun no estaban claros. 

Viajaba de ciudad en ciudad, buscando algo, que en el fondo no podía precisar, y nunca desaproveché las oportunidades que se me
presentaron. 

Por eso, tampoco fue difícil otra oferta para ir a Brasil, deslumbrado, en parte, por la oportunidad de conocer nuevas tierras, y en parte, por la jugosa comisión en la capital del país más grande de Latinoamérica. 

Me decidí seguir a mi recién llegado destino. 

Partí para Brasilia en 1968, el día de mi cumpleaños.

Diseñada en un principio para albergar la sede gubernamental y las representaciones diplomáticas del mundo, Brasilia mostraba un aspecto imponente. 

La gran cantidad de recién levantadas edificaciones urgía la presencia de buena cantidad de técnicos, cosa que no abundaba en demasía, en aquel territorio tropical. 

Alejada por muchos cientos de kilómetros de las principales ciudades costeras, y rodeadas por la enmarañada selva, daba una gran apariencia de capital seria y triste, donde brillaban por su ausencia los tradicionales centros de diversión y recreo. 

Un fin de semana en Brasilia era insoportable. 

Además, no tenía acceso a los clubes, donde se reunía la crema de la sociedad. 

Tampoco podía hacer buenos amigos, debido a mi escaso conocimiento del idioma. 

Por eso, corría en mi auto deportivo a Sao Pablo, donde
permanecía la mayor parte del fin de semana, bronceándome en las playas cariocas.

Al amanecer de un lunes de octubre, me sorprendió conduciendo a gran velocidad hacia Brasilia, por la
carretea transamazónica. 

Eran las cuatro de la mañana, y en mucho trecho no vi un solo automóvil. 

A cien kilómetros por hora, mi auto respondía a la perfección.

La noche era clara, no había nubes, tampoco corría
la brisa. 

En un momento determinado una fuerza desconocida estremeció el timón, con una vibración repentina. 

A través del vidrio delantero vi una bola de fuego cruzar los aires, para situarse sobre los árboles de la selva. 

Frené en seco, estacionándome en el hombrillo (zona de estacionamiento). 

Creí podría ser un avión con problemas mecánicos, pero se asemejaba más a una esfera luminosa. 

Aumentaba y disminuía de tamaño como si tomara aliento.

Pulsante, sus destellos eran intermitentes. 

Entré al carro, poseído por un miedo espantoso, aceleré,
intentando perderme en la carretera. 

Para mi desventura, el objeto siguió mis pasos durante muchos kilómetros. 

Ya fuera a la derecha, ya fuera a la izquierda, se cruzaba en mi camino, o sobre el automóvil.

Cuando esto sucedía, el timón se estremecía, y la radio encendida perdía su onda, en una turbulencia ininteligible. 

Varias veces se repitió esta acción, contribuyendo así a aumentar mi pánico hacia el objeto.

Volaba paralelo a mí auto, incrementaba la velocidad, para tratar de dejarlo atrás, me imitaba, y si la disminuía, hacia lo mismo. 

En algunos de sus vertiginosos cruces, sobre el techo del automóvil, pensé pondría estrellarse. 

Para fortuna de ambos, nada desagradable sucedió.

A la distancia, apareció una luz sobre la carretera. 

El objeto presintiendo algo, maniobró con velocidad y se perdió en la selva. 

El silencio fue cómplice, nadie se entero de su incursión.

Era un puesto de peaje, allí, un oficial y un soldado, tuvieron a bien recibirme. 

Balbuceando algunas palabras en mi rudimentario portugués, les pedí primero un vaso con agua para poder recuperar la serenidad, luego, al cabo de unos segundos, les relaté mi odisea.

No sorprendí al oficial, que muy serio dijo:

-Las apariciones de “espíritus” son frecuentes por estos lugares.-

Un hombre que cambiaba una llanta, se acercó, atraído por la algarabía, y confirmo la apreciación del oficial.

El miedo a tener otro encuentro, me detuvo en el peaje hasta tanto no paso otro automóvil, y juntos, después de las correspondientes despedidas y agradecimientos a los militares, cruzamos la distancia que nos separaba de Brasilia.

Ese lunes en la tarde, comenté el avistamiento a un grupo de ingenieros, pero solo uno de ellos, empleado de la ITT, se interesó, y llevándome a un costado del salón de reuniones, recordó sus experiencias de la niñez.

Ya estaba acostumbrado al pronunciado interés momentáneo de las personas, y al rápido olvido de los hechos. 

La experiencia, fuera de hacer las delicias de algunos, pronto fue echada de lado.

Mi contrato de seis meses, pasó como una exhalación, como el ovni de aquel amanecer. 

Allí mismo, en Brasilia, conocí un ingeniero japonés, representante de la compañía OKI, vendedora de equipo telefónicos.

Me ofreció una posibilidad de trabajo en Venezuela, donde tenía una represente. 

Acepté inmediatamente viajar a Caracas.

Rumbo a Caracas, estuve de paso por Bucaramangara. 

Descansé dos días, visité a mi familia, y nuevamente,
lleno de ilusiones, partí para Venezuela.

Permanecí hospedado en el hotel Lincoln, de la capital venezolana, rodeado de un ambiente familiar muy tranquilo, entre las calles Miracielos a Hospital. 

Desafortunadamente las cosas no marcharon como yo las
había planeado desde el principio.

Transcurridos quince días, el japonés no había aparecido. 

Sin un centavo en el bolsillo, y la dueña del hotel cobrándome, busqué refugio en el único lugar donde podía confiar: la iglesia. 

Gracias a un ministro bautista, pronto pude localizarla. 

Para mi alegría, todos los miembros de la comunidad me brindaron una cordial bienvenida, y en especial el hermano Robert, quien me ofreció una habitación de su casa caraqueña, pudiendo así conseguir un bonito apartamento, en el barrio San Bernardino, Plaza de la Estrella, en un cuarto piso.

¡Que gran suerte la mía!, No hubiera podido quejarme. 

Al fin había encontrado algo de estabilidad, que me permitiría traer a mi familia a vivir conmigo a Venezuela.