viernes, 17 de julio de 2015

Parte 3: "EMPIEZA EL ASEDIO".

Parte 3: "EMPIEZA EL ASEDIO", Ovni, la Gran Alborada Humana.








Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.

1963. Costa Rica.






Al día siguiente, finalizadas mis labores, sin pensarlo dos veces, corrí a la librería “Universal” de San José, con la intención de adquirir algún volumen que despejara mis dudas sobre el avistamiento en el volcán Irazú. 

El vendedor, un poco confundido, sin poder aconsejarme, recogió de un viejo estante un empolvado libro, cuyo titulo parecía llenar los requisitos exigidos por mi naciente interés.

Aquel libro, “El caso de los Ovnis”, de Morris K. Jessups, fue mi primer contacto informativo con el mundo de los platillos voladores.

De éste y muchos otros, comprobé que mi experiencia estaba lejos de ser única, pero también me sirvió para conocer el concepto dividido de los científicos, en cuanto a la autenticidad del fenómeno. 

Para algunos, no era sino la normal confusión de bien explicadas manifestaciones de la naturaleza o de artefactos pertenecientes a la recién comenzada carrera espacial de las potencias. 

Para otros, significaba el triunfo de la magia sobre los equivocados planteamientos de una ciencia, vacilante e imperfecta.

A decir verdad, ninguna de las explicaciones satisfizo en su totalidad mis interrogantes, pero debí contentarme con ellas, ante la escasa información en nuestro limitado medio costarricense. 

En cuanto a mis investigaciones, siempre se realizaron a nivel de pasatiempo, pues carecía de facilidades para enfrentarlas
con más seriedad. 

Éste pasatiempo incluyó la confección de muy bien dotados álbumes, plenos de noticias, recortes y fotos, extraídos de periódicos y revistas, algunas obsequiadas por el vendedor de la librería.

Por otro lado, a causa de mi nueva y accidental relación con los “platillos voladores”, no pude evitar ser arrastrado por el ya incontrolado deseo de contar mi experiencia. 

Habiendo prometido silencio, consulté a mis compañeros de aventura, los cuales, en un acto de consideración, accedieron al dejarme en libertad para narrarla, siempre y cuando omitiera sus nombres.

Pienso que fue un intento inocente pero temerario, producto de la buena voluntad de mis deseos.

Conociendo a fondo las consecuencias de quienes, de una u otra forma, enfrentaban las normas pre-establecidas de una sociedad rígida, vigilante de sus valores y celosa de sus costumbres, me animé a contar los detalles del avistamiento. 

Que gran error fue cruzar los caminos de la religión y la ciencia sin otra compañía que los ojos de la inocencia.

Los terribles mecanismos encaminados a defender los principios hilados en las profundidades de la mente de los oyentes comenzaron a funcionar casi automáticamente, volcando sus energías contra algo, que a mi modo de ver, pertenecía al campo de las impredecibles experiencias cotidianas. 

Si narré los sucesos del Irazú lo hice con el ánimo de informar, y no con el propósito de dar explicaciones. 

Para mi desventura, el público nunca se detuvo a pensar en mis propósitos, y como vulgar hereje, la mayoría interpuso sus voces
para callarme. 

Una ola de risas y de expresiones malintencionadas hirió lo más recóndito de mis sentimientos, obligándome a retirarme, sin tener oportunidad de una justa defensa.

Ese fue el precio de mi osadía. 

Aunque algunas inteligencias se abstuvieron de comentar en voz alta sus opiniones, a mis oídos llegaron comentarios discretos de aceptación relativa. 

Bueno, no estuve completamente abandonado a mi suerte, pero la experiencia sirvió para actuar con prudencia en mis siguientes incursiones por el mundo de lo desconcertante.

La persistente actitud de mis compañeros de trabajo, empecinados en demostrar lo tontas que resultaban mis historias, fueron haciendo mella en mi ya escasa voluntad investigativa, y todo hubiera muerto definitivamente si no hubiera sido por algo que ocurrió dos meses después del avistamiento en el Irazú.

Una noche, regresé a mi casa en San Juan de Tibas, a pocos metros de la escuela “Miguel Obregón” donde realicé los estudios primarios.

Bastante agotado, no tardé en entumirme en un profundo sueño. 

A la una de la madrugada, un violento sonido retumbo en mi cabeza. 

Desperté sobresaltado, y con miedo indescriptible, me armé de valor para indagar el origen del mismo. 

Era un enjambre de abejas luchando encarnizadamente dentro de mi cerebro!. 

A pesar de los intentos por disminuir sus efectos, cubriéndome los oídos con las manos, la intensidad no disminuyó un instante.

Al ordenar mis pensamientos, recordé por un momento, que antes, solo una vez, había escuchado ese ensordecedor zumbido: cuando estuvimos en el Irazú, frente a los aparatos volantes.

Recorrí el lugar con la mirada. 

Mi esposa dormía, y no se dio por enterada del asunto. 

Rápido me puse de pie, y tomando un viejo palo de escoba (temiendo alguna desgracia) camine por la casa.

En sus habitaciones mis hijos descansaban plácidamente, ajenos a cuanto estaba sucediendo. 

Visiblemente afectado por terribles presentimientos, sin saber que hacer, regrese a mi alcoba, y al intentar abrir la ventana, los zumbidos cesaron por completo. 

Un sudor frió resbalo por mi espalda, acompañado de leves temblores por todo el cuerpo. 

Al fin la calma había retornado.

En la mañana, tomando café con mi esposa, intenté preguntarle discretamente sobre lo acontecido la noche anterior. 

No me atreví a hacerlo directamente.

Sin embargo, ella, al instante, dedujo hacia donde me dirigía, y con cierta violencia cortó de raíz la charla.

-Los ovnis te tienen psicosiado-, dijo.

Qué podía responderle, tampoco yo conocía la respuesta. 

Cuánto quise, en ese momento, que ella entendiera la inexplicable secuencia de hechos promovidos por ese "algo" desconocido e impenetrable, a mi limitada inteligencia!

Claro está que, fuera lo que fuera ese "algo", continuó manifestándose abiertamente, aportando dosis calculadas de enigmáticos acertijos, dirigidos a confundirme cada vez más.

En la madrugada de ese mismo día, ya olvidados en parte los temores, un fuerte remesón interrumpió mis sueños.

Beatriz, visiblemente perturbada, trató de llamar mi atención hacia un extraño ruido que sacudía la casa sin contemplaciones. 

Al despertar, su pánico contribuyó a formarme un terrible nudo en la garganta.

La sorpresa me dejó frió.

Como en la noche anterior, tomé una escoba vieja, y aun en interiores, por el calor que hacia en aquellos días, me aventuré, intentando desentrañar la fuente de aquello, que hacia estremece la casa. 

Los niños dormían, y solamente tres seres estábamos conscientes en ese momento: mi esposa, quien al borde de una incontrolable
crisis nerviosa me seguía de cerca, sin apartarse un segundo; el gato, con su hermosa pelambre esponjada, maullaba, apoyándose en mis piernas, y a cada instante dirigía su mirada hacia mis ojos, en una intento por comunicar el miedo reinante; el tercero era yo, impotente ante esa situación, también a un paso de la histeria.

Llegué al cuarto de baño. Todo vibraba.

Los vidrios se sacudían sin misericordia, parecían quererse salir de sus marcos, para caer al vació, y quebrarse en mil pedazos. 

Las paredes bailaban al compás de la música.

Estábamos poseídos por ese caos. 

Nuestros oídos nos dolían hasta la desesperación. 

Corrí a la puerta, muerto de miedo, y al abrirla, desaparecieron los ruidos. 

Todo quedo en calma. 

Había pasado un minuto, a lo sumo dos.

Cuando los hechos han sido extremadamente impactantes, entonces, es posible acudir a las comparaciones.

Por eso, pude apreciar, que ese horroroso zumbido, había sido más agudo y más fuerte que el anterior.

Salí al jardín a mirar el hermoso cielo estrellado. 

Busqué en los rincones del oscuro horizonte en un esfuerzo por distinguir algo, y no había nada. 

Un viento suave, silencioso, golpeó mi rostro. 

Terriblemente avergonzado observé mi cuerpo, mis manos, la escoba...

Hasta dónde habían llegado las cosas!

En ropa interior, el miedo me había impulsado a perseguir la causa de los ruidos y las vibraciones, en el afán de encontrar una protección ante semejante suceso. 

Desde luego, mis acciones fueron automáticas, inconscientes de defensa.

Regresé a la casa para intentar serenar a mi esposa. 

Permanecía con la mirada perdida, temblando nerviosamente. 

No pude seguir durmiendo en ese raro amanecer. 

Recordé que al despertarme ella había dicho:

-¡Enrique, Enrique, están aquí!-

Como si nada hubiera pasado, la vida continúo, y los días transcurrieron sin novedad. 

Nunca recibí una respuesta, nadie la conocía, y jamás pude olvidarme del pánico experimentado, en aquellos amaneceres de terror en Costa Rica.

Un buen día visité a un amigo, antiguo compañero de colegio, a quien suelo catalogar como uno de los compañeros de estudio mas inteligentes que he conocido. 

A Julio Acosta Jiménez le conté toda la historia.

Con su acostumbrada y reflexiva actitud, atento escuchó, sin perder detalle de los acontecimientos, y luego de discutir unos segundos dijo:

-Te están siguiendo, no hay duda.-

Julio es hoy el jefe de Casillas del Correo Nacional de Costa Rica, y fue él quien primero planteó alguna desconocida pero intrínseca relación, entre los platillos voladores y yo. 

Desde luego, esto me causó sorpresa, pues nunca esperé una respuesta de esas proporciones, pero obró como un sedante, y con excelentes resultados. 

Aquel amigo se convertiría en mi tan buscado refugio de inquietudes, conforme descubríamos porqué no hemos tenido el criterio suficiente para desentrañar sus misterios.

Muchas personas han corrido la suerte de sufrir experiencias desconcertantes, pero la descoordinada y despreocupada posición de los medios de comunicación, frustran cualquier intento por aclararlas.

Una tarde, Julio y yo, tomamos un taxi. 

Por casualidad el tema de conversación se orientó de pronto hacia los objetos voladores.

Concertados en la discusión, olvidamos tomar en cuenta la curiosa mirada del conductor, a través del espejo retrovisor. 

Atento a nuestras palabras, se decidió a interrumpir la charla, diciendo en tono grueso y confiado, que él estaba construyendo un “platillo volador”. 

Según pudimos deducir más adelante, parecía hacerle falta un motor de motocicleta, para ver volar su ingenio por los cielos.

Una profunda sonrisa afloró en nuestros labios, sin poder reprimirla. 

En mucho tiempo no volvimos a oír algo mas descabellado. 

Sin embargo, nos entrego una tarjeta con sus señas particulares, haciéndonos una cordial invitación a su casa. 

Nunca lo hice, y no recuerdo por qué.

Lo más seguro es que su ingenio nunca voló.

Esas esporádicas conversaciones confirmaron la visible preocupación, y el interés de las personas por saber a ciencia cierta en que consistían todo ese cúmulo de acontecimientos y experiencias sucedidas, aún sin número de gentes, y que nunca recibían una adecuada repuesta. 

Éste fue uno de los motivos mas importantes que nos llevaron a formar un grupo de estudio, encargado de reunir y meditar las informaciones existentes y relacionadas con los objetos voladores. 

Aquel grupo estuvo integrado por varios amigos (entre ellos Julio Acosta), el vendedor de la Universal Felipe Segura, un operario de mantenimiento de la Tropical Comisión Company, viejo conocido mió, y otras personas, cuyos nombre desaparecieron de mi memoria, unidos por el mismo interés.

Comenzamos recopilando todos los datos a nuestro alcance, por cierto, escasos, debido a la ausencia de fuentes apropiadas de consulta, pero que compensamos, enviando abundante correspondencia a prestigiosas organizaciones especializadas en el tema ovni. 

Dos de éstas instituciones, la APRO y la NICAP, respondieron nuestras cartas, asegurando que sus archivos contenían algo más de 20,000 casos investigados, de gentes involucradas en algún tipo de avistamiento. 

Ya era algo para empezar a reflexionar seriamente.

Comprendimos a conciencia la complejidad encerrada en estas investigaciones, y la dificultad de replantear correctamente las preguntas, para obtener las respuestas adecuadas. 

Debimos acudir a ciencias afines, en un intento por aclarar las teorías sobre la vida en el universo, y su enigmática consecuencia: El hombre. 

Y no era algo tan sencillo, como en un principio supusimos.

Reunidos en una vieja buhardilla, aislada del molesto ruido exterior, predisponíamos nuestros espíritus a plantear amenas charlas, que muchas veces se prologaron hasta altas horas de la noche. 

Desde luego, no tuvimos trascendencia alguna, pero si satisfacciones, que en parte calmaron nuestros voraces instintos por las cosas raras. 

Entre las muchas conclusiones, una llamó nuestra atención: la mayoría de los misterios lo son, por la mínima información que tiene el publico de sus correspondientes explicaciones, y que, unido a la fértil imaginación de las mentes no cultivadas, ajigantan las proporciones del mismo.

A eso se debía las desproporcionadas noticias aparecidas en los diarios de todo el mundo. 

Pero existía otro agravante: los millares de informes derivados de personas pertenecientes a distintos niveles sociales e intelectuales, referentes a apariciones de desconocidos objetos voladores, maniobrando en distintas formas, y que nunca recibieron adecuada atención, por parte de los expertos. 

El problema ha persistido desde entonces.

A pesar nuestro, algunos inconvenientes frustraron nuestro deseo de seguir reuniéndonos. 

La continua acumulación de interrogantes no resultas, la falta de nuevos elementos informativos, la rutina (precoz enemiga de espíritus no-científicos), y las diferentes ocupaciones que nos coparon gran parte del tiempo, nos obligaron a disolver el grupo.

Así terminó un esfuerzo honesto, ausente de portentosos descubrimientos, y estéril en conclusiones, pero satisfactorio para nuestras intenciones.

Desde luego, no hice de lado mi pasatiempo, pero tampoco le volví a poner mayor atención del que normalmente se le concede. 

Con el nacimiento de mi hija Asuramaya, nacida en San José, el 13 de Mayo de 1964. 

Debí dedicarle más tiempo a mi hogar, un poco abandonado, por mis prolongadas ausencias de tertulia nocturna, y a mi iglesia, a la cual quería con especial cariño.

En alguna oportunidad comenté los sucesos del Irazú a serios ministros mormones, buscando en parte otro tipo de respuestas. 

No sólo no las encontré, sino, que recibí una severa advertencia de mis superiores jerárquicos para guardar silencio. 

En mi nueva actitud pasiva, una filtración de un compañero elder
(anciano), estimuló mi curiosidad al decirme:

-Mi hermano es piloto de la Fuerza Aérea, y vio un "platillo volador", pero sus superiores le insinuaron “amablemente” que olvidase el asunto.-

Siempre estuve alerta de los continuos relatos que circulaban de vez en cuando. 

Oí uno de ellos al recibir el encargo de revisar el sistema telefónico de la Embajada de los Estados Unidos. 

Allí conocí un ex-soldado de la marina, antiguo combatiente de la guerra de Corea, quien me acompañó a inspeccionar la central telefónica de la sede diplomática. 

Manipulaba un selector cuando notó la similitud con algún objeto volador, visto en tiempos pasados, y aproveché la oportunidad para pedirle su opinión acerca de esos aparatos. 

Respondió que, siendo sargento del ejército norteamericano, le fue ordenado investigar un foco guerrillero localizado cerca de unos grandes arrozales en Corea. 

Iban ocho soldados más. 

Escucharon un ruido, y sigilosamente dividieron el contingente, con el fin de rodear el arrozal para sorprender al enemigo por ambos flancos.

Así lo hicieron. Al arrastrarse un poco más en el pantano, el ruido aumento. 

Entonces levantó la mirada, y para sorpresa de todos, se encontraron frente a un aparato de 4 metros de diámetro. 

A su alrededor se hallaban seres pequeños realizando labores variadas. 

Unos recogían agua, otro, apoyado en la estructura, aparentaba limpiarse las uñas. 

Caminaban como pingüinos, no superaban los 60 cms. La piel era púrpura, y su manos perfectas y no tenían cascos.

El sargento levantó el rifle, apunto a través de la mira telescópica, y observa los trajes negros de los diminutos astronautas. 

Algo lo contuvo a disparar. El que aparentaba limpiarse las uñas alertó a sus compañeros. 

Eran los soldados de la patrulla, listos a disparar por detrás. 

Los seis ocupantes, rápidos, gritando en un extraño idioma, subieron al aparato, y en un santiamén desaparecieron de su vista.

El sargento contó, como cosa de rutina los sucesos a sus superiores. 

Al poco tiempo fue dado de baja, le ordenaron callar, y lo incorporaron al servicio de guardia diplomática. 

Por eso estaba en Costa Rica.

Recién construida la represa de Río Macho, una gigantesca planta hidroeléctrica, fuimos en plan de revisar los equipos telefónicos de la misma.

Los guardias de la represa, apostados allí, comentaron los avistamientos de misteriosos objetos, volando a poca velocidad. 

No informaron oficialmente, puesto que a nadie le había interesado.

Mis labores de investigador se reducían a recopilar datos, un pasatiempo más, como coleccionar estampillas o mariposas. 

Siendo un tema muy limitado en Costa Rica, los días trascurrieron sin encontrar informaciones que aportaran nuevos elementos de juicio.

Con un talento, que nació de la noche a la mañana, me vi escribiendo poesías. 

Un deseo irrefrenable, cuyas raíces no pude comprender. 

Algunas de ellas fueron publicadas en periódicos tan prestigiosos como “La Nación”, o en el "Diario de Costa Rica". 

El director del SIP (Servicio Interamericano de Prensa), de aquel entonces, Ricardo Castro Beeche, refiriéndose a mi trabajo, dijo haber encontrado poesías del futuro.

Fue algo paradójico. De un momento a otro se me despertaron talentos desconocidos, a los cuales busque explicación, cuestionando con profundidad mi vida. 

No encontré nada especial. 

Mi infancia transcurrió felizmente. Tal vez pocos niños corrieron con la suerte de contar con unos padres como los míos.

Mi madre, colombiana, de Boyacá, gentil, de espíritu bondadoso, inteligente, colmó nuestras vidas con su ejemplo. 

Mientras vivimos en Costa Rica, demostró cualidades de escritora, bajo el seudónimo de “Esmeralda Colombiana”. 

Muy apreciada en los círculos intelectuales costarricenses, llegó a ocupar importantes cargos en la vida pública de ese país. 

La juventud la quería, los muchachos y los niños fueron sus amigos. 

Su concepto de la vida, notablemente adelantado para la época, hubiera hecho murmurar hoy a muchos con sus planteamientos.

Mi padre, un gran hombre. 

A pesar de los años difíciles, supo afrontar prudentemente los obstáculos que se le interpusieron.

Fue un hermoso matrimonio. 

Nunca les oí una queja, un roce de palabras, una ofensa. 

Se amaron y nos quisieron, con todas las fuerzas de sus inmensos corazones. 

En mi adolescencia, en 1944, en tiempos de la segunda guerra mundial, mis padres regresarían a su país de origen, Colombia, junto a mis hermanos, Leda y Roberto. 

Mi hermano Leonardo se quedaría viviendo en Costa Rica. 

Mis padres habían vivido durante 25 años en ese estupendo y maravilloso país: Costa Rica. 

Cuatro años más tarde, mi padre moriría en Bogotá, Colombia.

Mi padre murió, días antes que cobardes dispararan y cegaran la existencia de un gran hombre, al que el admiraba: Jorge Eliécer Gaitan. 

Ya no volvería a escuchar sus vibrantes voces: la del caudillo, y la de mi padre.

A mediados de 1964 se me presentaron algunas oportunidades de trabajo. Uno de ellos me tentaba, con un puesto excelente en Cali, Colombia. 

No lo pensé dos veces, y hacia esa ciudad me dirigí.



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