viernes, 17 de julio de 2015

Parte 5: “UN SUIZO QUE NO ERA SUIZO”. Ovni, la gran alborada humana.

Parte 5: “UN SUIZO QUE NO ERA SUIZO”. Ovni, la gran alborada humana.






Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.
1969. Caracas, Venezuela.





La vida es extraña y desconcertante. 

Alrededor de ella giran personas, sucesos importantes, ideas
interesantes, que dejan profundas impresiones en nuestros sentidos, para luego perpetuarlas en forma de
recuerdos imborrables.

La experiencia, en el momento, fue fundamentalmente la estructuración de mis principios de la vida. 

Me enseñó a desenvolverme en un clima de profundo respeto hacia las personas en general. 

Aprendí a ser fiel a los rudimentos del buen trato recíproco, evitando con esto, los roces normales y cotidianos dentro de la
sociedad.

Buscaba armonizar las gentes con las cosas. 

Aquello que no cumpliera estos requisitos, fomentaba en mis sentimientos de rechazado y de repulsión. 

Evitaba mezclarme en discusiones gratuitas, huyendo también de los escándalos y de las riñas. 

Gustaba mucho de la soledad, y a menudo la buscaba
insistentemente.

Hacia unos días me encontraba cómodamente instalado en mi departamento de San Bernardino. 

Un cuarto piso que me permitía admirar, en toda su extensión, la belleza de la montaña del Ávila, al norte de Caracas, alejado un poco del insistente tráfico de las gigantescas autopistas metropolitanas, con sus entretejidos puentes, en mil formas diferentes...

Para esa época, trabajaba a un buen ritmo, mi familia aun no me acompañaba. 

Esperaba tan solo unos meses para así poder ahorrar un dinero, y traerlos a vivir conmigo.

Acostumbrado a la disciplina evangélica, acudí sin falta a cumplir mis labores en la Iglesia, para luego correr ansiosamente a lo que reconozco ha sido uno de los vicios más deliciosos jamás inventados: los cines. 

Éste rompía mágicamente la rutina del trabajo diario, haciéndome escapar a los profundos abismos de los argumentos cinematográficos.

Todo comenzó precisamente en un teatro, un domingo de 1969. 

Como de costumbre, al cumplir mis obligaciones religiosas, me dirigí al Teatro “Canaima”. 

Acostumbraba ir solo, aunque no me disgustaban las compañías.

La gente hacia filas en grandes cantidades. 

Aquel día, para comprar el boleto sin ningún problema, decidí llegar temprano. 

Haciendo la correspondiente fila, levanté la vista a uno de los costados del teatro. 

Un joven me miraba con curiosidad. 

Sonrió alegremente, y se acercó al lugar donde me encontraba.

-¡Hola, elder!- lo saludé, creí podría ser un sacerdote mormón.

Entre desconcertado y afectuoso, me respondió:

-Lo siento, señor pero ese no es mi nombre.-

Le pedí disculpas, explicándole que su figura y porte eran similares a las de los sacerdotes de mi religión.

Entendió rápidamente, y aprovechando mi lugar privilegiado en la fila, y me pidió el favor de comprarle un boleto para entrar a la película. Acepté. 

Me entregó diez bolívares.

-Señor, ¿esta usted acompañado por alguien?-, preguntó tímidamente el joven. 

Le respondí negativamente.

-Entonces ¿habrá algún inconveniente, si yo lo acompaño?-

-No, no lo hay-, le respondí rápidamente.

Entramos juntos al teatro. 

Compré algunos caramelos y se los ofrecí, recibiéndolos en forma por demás cortés. 

Hicimos la presentación correspondiente.

Dijo llamarse Ciryl. Ciryl Weiss, de nacionalidad suiza, representante de una casa comercial de su país, vendedor de artículos de tocador para caballeros, y agregó:

-Me encuentro en Caracas con el propósito de abrir a nuestros productos el mercado correspondiente, al
área latinoamericana.-

Apenas terminó la función, y saliendo del teatro, invité a Ciryl a mi apartamento. 

No pudo aceptar, por algún
inconveniente desconocido. 

Sin embargo, lo comprometí para que al día siguiente me visitara.

En mi pequeño SIMCA 1.000. lo llevé cerca del hotel donde se hospedaba, me solicitó que lo dejaran en una esquina próxima. 

Sonrió, y se alejó dando grandes zancadas.

Buena impresión me llevé de aquel joven. 

Era un muchacho agradable y se desenvolvía excelentemente, aunque con recelo.

Al día siguiente, tal como habíamos acordado, recién terminadas mis labores, nos encontramos, y luego lo
llevé a visitar mi apartamento. 
Llegamos con un hambre atroz, y a modo de aperitivo le ofrecí un cartón de leche, acompañado de algunos deliciosos cambures (Bananas). 

Ciryl se acomodó en un confortable mecedero de mi pequeña sala. 

Observó unas citas magnetofonicas sobre el mueble.

-Enrique, quisiera escuchar esta grabación.-

Me entregó el “Quinteto de la Trucha”. 

Complacido se relajó, respirando con profundidad, y dando la impresión de estar divagando con los acordes de esa bella composición musical. 
A veces volvía en si, y
preguntaba detalles sobre mi colección de música clásica. 

Nuestra amistad se había cimentado admirablemente. 

Intercambiamos ideas, impresiones. 

Le conté algo sobre mi vida. 

No se sorprendió cuando le dije que mi religión prohibía, por razones de salud, tomar café, beber licor, o fumar.

Entrada la noche, le ofrecí algunos emparedados de salchicha con jamón y queso.

-No puedo comer eso Enrique, Soy vegetariano.-

Sentí deseos de reír, y lo hice con tanta fuerza, que Ciryl no salía de su asombro.

-Despreocúpese, Ciryl, no me pasa nada. Es que también yo, desde hace algún tiempo, decidí tener un estricto régimen vegetariano.-

-Hace bien, Enrique.- 

Y a continuación, enumeró una serie de ventajas para los que han dejado de consumir
carne.

-Enrique, hay otra cosa que me asombra sobremanera- 

-Puedo saber de ¿Qué se trata?-, le dije.

- Como es posible, que una persona, amante de la música clásica, la combine con tangos de Carlos Gardel?-

- Bueno, Ciryl, es que soy una de esas extrañas combinaciones, que muy de vez en cuando crea la
naturaleza.-

La velada era interesante y las horas transcurrieron lentamente.

-Ciryl, ¿has oído hablar alguna vez de los ovnis?-, intenté motivarlo. 

Su respuesta fue más un acto de cortesía, que de verdadero interés. 

Su expresión se había vuelto más seria.

- Enrique, las últimas investigaciones del gobierno norteamericano, relacionadas con los ovnis, han demostrado que no existen. Hoy por hoy es un fenómeno plenamente explicado. NO quiero
defraudarlo, pero estoy de acuerdo en que son puras alucinaciones de las gentes. Y es mas, Enrique, me atrevo a asegurar que son una válvula de escape, producto de la guerra fría entre las potencias.-

Guardé silencio. No insistí más en el tema. Temí enojarlo, o molestarlo con mis planteamientos.

La velada terminó en la madrugada. 

Decidimos continuar ahondando esta “casual” amistad, porque
teníamos muchos puntos en común.

Había encontrado un buen amigo, y quise integrarlo a mis actividades. 

Por eso, decidí llevarlo a la Iglesia. Dos veces me acompañó.

En aquel entonces, en mi círculo de conocidos y amigos, realizaba una decidida campaña de divulgación y
de enseñanza. 

Uno de estos amigos, Manuel Bonell Martinez, barbero de profesión, su esposa y su pequeño, hijo de pocos meses, nos acompañaron a Ciryl y a mí a una de esas ceremonias.

Manuel y su esposa se resistían a ser bautizados, pues algunos de los principios mormones chocaban con
sus creencias. 

Ciryl tampoco quiso bautizarse. 

Algún tiempo después conocí el porque de su negativa, sin
embargo, siempre fue muy respetuoso con las creencias de los demás.

Mi amigo, el suizo, poseía los rasgos característicos de la raza nórdica. 

Sus facciones hacían suspirar a las mujeres. 

Su cabello rubio, bien cuidado, brillaban con el sol. 

La piel blanca, sedosa, delicada, se la protegía
insistentemente, poniéndola continuamente al amparo de los rayos solares.

Media entre 1.78 y 1.80, su edad aparente, unos 27 años a lo sumo. Su porte era altivo. 

Vestía con sencillez, pero con gran pulcritud. 

Su rostro trasmitía gran serenidad, y su hablar delataba cierta paz consigo mismo.

Siempre estaba tranquilo, y nunca perdió por completo el control de sus emociones. 

Esto pude comprobarlo en
una serie de sucesos, aislados los uno de los otros, pero que sirvieron par reconfirmar mis apreciaciones.

Uno de estos sucesos estuvo relacionado con el robo de algunos teléfonos de la empresa donde yo trabaja.

Sospechando de un muchacho, empleado de la misma, decidí hablar con, puesto que coincidia con los graves
problemas económicos que lo aquejaban.

Un sábado decidí aclarar las cosas, de una vez por todas. 

Al salir de la oficina, me crucé con Ciryl, y le propuse que me acompañara a la diligencia. 

Rápidamente, en mi auto, nos dirigimos al barrio donde vivía el muchacho. 

Cruzamos por estrechas callejuelas bastantes empinadas, el camino era tortuoso, y se hacia
difícil transitar en él.

Por los lados del norte, hacia el cerro del Ávila, cerca del Hospital Vargas, un auto, que iba delante de nosotros, pareció no darse cuenta de un niño, que con su perro, cruzaba los dos carriles de la vía. 

El niño ya había alcanzado la acera no así el perro. 

Entonces, con cierto salvajismo, lo embistió, lanzándolo de un
golpe seco contra el duro cemento. 

En un acto de cobardía, aumento la velocidad, no sin antes chirriar las llantas, y se perdió en las calles.

Previniendo un choque, aminoré la velocidad, frenando el carro en el momento que imprudente conductor atropellaba al perrito. 

Desembarqué y me dirigí al niño, que entre el dolor y la sorpresa no reaccionaba
aún. 

Sus ojos hundidos por el pesar, perdidos en una profunda tristeza, miraban al pequeño animal, presa de
violentas convulsiones que vaticinaban su muerte.

Un hombre, entre gritos y comentarios de las gentes reunidas alrededor, cubrió con una hoja de periódico el
cuerpo del agonizante animal.

-¿Dónde vive éste niño?, ¿Quién lo conoce?-, pregunté a la curiosa multitud. 

Una señora, reconociéndolo,
prometió llevarlo a su casa. 

El niño empezó a llorar.

Atareado, intentando consolar al muchacho, sentí detrás de mí, una mirada fría, ajena, insensible al dolor.

Era Ciryl, que, lentamente, se había acercado al lugar de los hechos. 

Me extrañó mucho su frialdad. 
Un fuerte pitazo, me recordó que había dejado el carro mal estacionado. 

Corrimos a éste, lo encendí, y a gran velocidad nos alejamos de allí.

Mi humor estaba completamente alterado.

Maldije contra la humanidad, expresando a Ciryl mi
convencimiento sobre la brutalidad de las gentes en éste mundo.

El, con su habitual serenidad, interrumpió mi forzada reflexión, y respondió:

- Enrique, no te amargues por lo del niño, ya que para después de unas horas, se le habrá pasado su tristeza ante lo inevitable. Todos tenemos una mecánica cerebral que se sobrepone a todo, aun
los niños. Gracias a ese mecanismo, aceptamos las cosas que nos impactan, así sean las más absurdos, aún si consideramos que en esos actos no hubo justicia. La hay Enrique, te aseguro que la
hay. Eso era inevitable.-

Pasmado, me quedé con la boca abierta. 

Esperaba que me apoyara en mis apreciaciones, y a cambio
reprochaba indirectamente mi actitud. 

Ciryl no se excitó en ningún momento. 

Impávido e inhumano, como si las emociones correspondieran a seres inferiores, apenas me miró.

Conteniéndome con todos las fuerzas, cambié la conversación. 

Ni siquiera había demostrado lástima. 

En general, Ciryl era desconcertante. Parecía no mostrar interés por alguna cosa en especial.

A pesar de su bien formada figura, y de ser la atracción de las muchachas, tampoco se interesaba por ellas.

Ello provocaba picantes comentarios entre mis compañeros que lo tildaban de hombre “raro”, contadas las consecuencias y significados de esa palabra. 

Por mi parte, nunca vi nada anormal en él.

Ciryl rehuía a menudo las invitaciones a fiestas y reuniones. 

En una de esas invitaciones, reconozco que inmoderada, por parte de las muchachas de mi iglesia, pude verlo por primera y única vez enojado, aunque al momento, adoptaba su habitual postura de hombre cortés.

A menudo lo estimulaba para que tomara gusto por las cosas, intentando apartarlo de lo que consideraba esa anormal soledad. 

No recuerdo haberle conocido amigos.

Si bien conmigo siempre se comporto correctamente, no por esto, lo dejé tranquilo. 

Le insistía continuamente para que me acompañara a mis habituales paseos, y en uno de ellos pude comprobar lo agradable que era cuando se lo proponía.

Un fin de semana fuimos a la playa. 

Ciryl no se bañó, pues según él, el agua salada, el viento, y el sol afectaban su delicada piel.

Se tendió bajo una sombrilla playera, abriendo a continuación un libro relacionado con mis famosos ovnis.

-No se preocupe Enrique, báñese todo el tiempo que quiera.-

Reía continuamente, como si nada le preocupara. 

Yo lo invitaba a refrescarse en el mar.

Salí un momento del agua para acompañar a Ciryl. 

Lo vi entretenido leyendo el libro. 

Al llegar a su lado, me dijo, observándome detenidamente, quizá para medir mis reacciones:

-¿Has oído hablar algo sobre “El Libro Azul”?-

-¡Si claro! creo, es la pantalla de la Air Force de U.S.A., para desacreditar la existencia de los ovnis, y poner en ridículo a los testigos-, le dije.

Ciryl me contestó inmediatamente. 

En Charla muy anterior, me dijo que los Extraterrestres no existían, y que todo “eso” estaba explicado científicamente muy bien, como algo natural.

Pero me dijo:

-Yo personalmente, pensándolo bien, creo que si debe existir algún tipo de vida inteligente en alguna parte
del Universo, pero no creo que hayan llegado a éste planeta todavía. Quizás esos “entes” hayan avanzado más que nosotros, y su evolución sea tal, que por el momento les sea difícil contactar a los terrícolas, ¿no
lo crees, Enrique?-

-Bueno, yo si creo en la existencia de multitud de organizaciones humanas muy inteligentes en el universo-,
le dije, - y creo también que han estado llegando algunas a nuestro planeta, desde tiempos muy remotos. Existen huellas, Ciryl, lo que pasa es que nuestra ciencia no quiere aceptarlo asi. Deben existir varias razones, y dos de ellas son el orgullo y nuestra soberbia.-

Ciryl no contestó. Se quedó callado unos segundos, como meditando sobre mi afirmación en la creencia de
mundos superiores más avanzados que nuestra pequeña morada aérea.

-Enrique, si me baño, mi piel se arruinará por completo, impidiéndome volver a vestirme por el resto de
mis días.- , gritaba, entre complacido y terminante.

Para mi era bastante difícil encontrar algún pasatiempo o diversión que satisficiera a plenitud a Ciryl. 

Lo probé todo. Incluyendo los deportes, aun sabiendo que le disgustaban terriblemente los que generaban violencia. 

No me quedé con las ganas de llevarlo a un partido de fútbol, lo invité.

En aquella oportunidad, jugaban una clasificación para la Copa Libertadores de América, entre el Deportivo
Italia de Venezuela, y el Unión Magdalena de Colombia. 

Uno de los equipos, al promediar el cotejo, provocó
una gresca, en el cual el árbitro decreto la expulsión inmediata de varios jugadores. 

La violencia en el
campo era indescriptible. 

Con puños y patadas, los integrantes de los oncenos, se involucraron en una batalla
campal, que hizo urgente la presencia de la policía local, para que intentara calmar los ánimos.

Ciryl, terriblemente disgustado, se levantó y se dirigió a la salida del estadio.

Entre los gritos y maldiciones de los espectadores, pude darme cuenta de sus intenciones. 

Entonces lo llamé,
exigiéndole una explicación, del por qué de su decisión, justo cuando las cosas se volvieron más interesantes.

-Te espero afuera-, musito.

El partido fue suspendido, y salí a encontrarme con él. 

Degustaba una exquisita naranja, de aquellas que
cultivan en Valencia (estado de Carabobo).

Entramos al automóvil, y continuaba serio.

-No me gusta la violencia, Enrique.-

Lo mire unos instantes. 

Acababa re-confirmar la extraña manera de pensar de los europeos.

-Bueno, entonces ¿Por qué no vamos a una pelea de boxeo?-

-No, no me gusta nada de eso.-

Intente interesarlo en algo, pero no caí en la cuenta que mis invitaciones estaban relacionadas con
espectáculos violentos.

-¿Qué te parece una corrida de toros?-

Ciryl me miró, y muy sereno respondió: 

-¿Nunca has pensado en la filosofía contenida en la violencia?, ¿Nunca has notado los ojos inyectados de violencia, en todas aquellas personas que asisten a los
espectáculos que tú acabas de enumerar?, Enrique, la violencia es contagiosa, y los espectáculos que la
conlleva, no dudo, que son para gentes poco evolucionadas.-

Guardé silencio. Nadie me había hablado con tanta autoridad sobre algo tan evidente. 

Solo con el correr de
los años, comprendí aquellas palabras en toda su extensión. 
Por momentos, Ciryl me hacia sentir culpable.

Tal vez por eso vivía pendiente de todos sus actos, y no con el fin de criticarlo, sino, porque había algo en
él, que lo hacia interesante y muy diferente a las demás personas.

Ciryl quería convencerme de su identidad. 

No se por qué sospechaba de aquel personaje, pero él se
encargaba, a cada momento, de confirmarme las cosas.

No perdió oportunidad de mostrarme sus documentos, o de enseñarme el contenido de su maletín oscuro, el
cual cargaba siempre con él. 

Pero lo hacia indirectamente, casi accidental, en la mayoría de las veces. 

No menos curioso la forma como se expresaba. 

Su castellano era excelente para un extranjero. No tenía
ninguna clase de acento, un español académico, cuidadosamente estudiado. 

Ninguna expresión hubiera
delatado su origen. 

Era parco al hablar. Con palabras precisas sin extenderse demasiado, manifestaba sus
pensamientos….siempre profundos. 

Continuamente le planteaba diversos temas con el fin de conocer sus ideas. 

Algunos temas no le interesaban. 

Conversábamos sobre muchas facetas de la vida en éste mundo.

Insistía en hablar sobre la violencia. Tenía una frase muy característica:

-Eso es algo clásico entre nosotros.-

A veces insistía en cambiar de conversación. 

Uno de los temas que más le agradaban, era el referente a la religión. 

El ya conocía mis puntos de vista sobre ella, y en especial sobre el mormonismo.

-Enrique, yo no profeso creencia religiosa alguna. Estoy convencido que todas la religiones son el producto de una necesidad transitoria, inherente a la persona, y creo que tu te encuentras en uno de esos momento, ¿por casualidad, no has estudiado otras religiones?-

-Aun no lo he hecho.-, contesté.

-Debes investigarlas. Creo que asi lograrás respetarlas a plenitud.- 

Cuando Ciryl eludía las
conversaciones, daba la impresión de desconocer los temas que yo le planteaba, o de desviar intencionalmente las charlar para evitar responder sobre determinados asuntos.

La mayoría de las veces se volvía impenetrable, le molestaba que le preguntara sobre su vida sentimental
o personal. 

Nunca habló de su familia, aunque presumí, entre comentario y comentario, una posible separación de sus padres.

Mi amistad con Ciryl duró casi cuatro meses. 

Una tarde, llegó apresurado, a comunicarme una importante
noticia.

-Enrique, la casa matriz me ha llamado. Debo irme cuanto antes. Posiblemente me envíen a otro país del
sur.-

Sorprendido, no solté palabra alguna. 

Nos abrazamos fuertemente. La emoción me embargó. Por primera vez sus ojos expresaron un sentimiento. 

Sin pensarlo dos veces, le entregué la dirección de mi madre, si por alguna casualidad lo enviaban a Colombia. 

Allí encontraría un hogar, calor de familia, y mucho cariño.

Ciryl me agradeció. 

El día de su partida se comunicó conmigo, le ofrecí llevarlo al aeropuerto.

-No te preocupes Enrique, regresaré a Suiza conjuntamente con mi jefe, yo te escribiré.-

Esas fueron sus últimas palabras. 

Sentí mucho su partida, porque no volví a saber nada de él. 

No me escribió. 

La vida era asi, otro que se marchaba. 

Dejó un grato recuerdo; fue un gran amigo.

Pero las cosas no terminaron allí. 

Algunos años después lo volvería a ver, en circunstancias muy diferentes.

No es posible dejar de mencionar el gran interés mostrado por Ciryl, sobre el contenido de las cartas que
mi madre me escribía con regularidad, semanalmente. 

A él le gustaba que yo se las leyera, y en alguna
oportunidad me hizo repetirle el contenido, en voz alta. 

Ciryl se deleitaba con las palabras de ella, pues me habla sobre el gran sentido del amor, y de permanecer en las más altas reglas de respeto por todos los seres humanos. 

Muchas veces me preguntó si ya me había escrito mi mamá. 
Su interés se asentaba en conocer detenidamente el vínculo, que aparte de ser de madre e hijo, nos unía un gran lazo de amor y cariño, y con
sanos consejos, para obtener en la vida la aceptación de las cosas y las gentes, que no podemos cambiar, ni con religión, ni con enseñanza.

Observaba mucho a Ciryl con su maletín lleno de productos de tocador para caballeros, abriendo un canal de
ventas para su Casa de productos que representaba: lociones, talcos, desodorantes, jabones y cremas de
afeitar. 

Lejos de saber, que ese hermoso maletín y su contenido, eran en realidad productos que no fabricaba
ninguna empresa o laboratorio, sino la excusa para permanecer en la ciudad de Caracas, “vendiendo” un
producto más sofisticado y trascendental, en que yo, y la humanidad entera, y unos seres ajenos a nuestro
mundo, estarían involucrados, para cambiar y ejercer una sutil, pero radiante enseñanza, que cambiaria por
completo, con el devenir , toda la conciencia y patrón conductual de la humanidad terrestre, que puebla éste planeta, llamado Tierra.

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