viernes, 17 de julio de 2015

Parte 4: "¿ESAS “COSAS” ME ESTARAN SIGUIENDO?". Ovni, la gran alborada humana.

Parte 4: "¿ESAS “COSAS” ME ESTARAN SIGUIENDO?". Ovni, la gran alborada humana.







Enrique Castillo Rincón, la historia verídica, de un hombre contactado.
1964.Colombia.






Bastante ilusionado, orienté todas mis aspiraciones a aquella tierra, cuna de mis mayores, y de la cual guardaba gratos recuerdos, gracias al decidido empeño de mis padres por conservar las nostálgicas costumbres ancestrales. 

Tal vez por esa razón acepté regresa a Colombia. 

Había escuchado interesantes comentarios de amigos y conocidos que me llevaron a tomar una rápida decisión.

Cali era, en aquellos años, una ciudad próspera, de notable progreso industrial. 

Sus calles, adornadas de hermosas mujeres, contagiaban el ambiente de un aire siempre fiestero, donde las tristezas no tenían lugar.

Mi estadía allí, por cierto, bastante agradable, no se atribuyó precisamente por los recuerdos. 

Si bien, es cierto, llevamos una vida tranquila, no por esto pude desligarme de las experiencias de Costa Rica, sutilmente impresas para siempre en mis pensamientos.

Cada situación confusa, cada fenómeno inexplicable, cada noticia sensacionalista, era motivo suficiente para asociarlas a los hechos, con aquellos misteriosos objetos. 

Era un proceso interior, automático, difícil, casi imposible de controlar. 

Mis juicios y conclusiones se tornaron más agudos. 

Desconocía las razones de estos cambios. 

Además, no aceptaba explicaciones gratuitas: quería conocer la verdad, no interpretaciones vacías, irracionales, de aquellas, usadas para salir de aprietos.

En ese estado reflexivo, a menudo, mientras caminaba, volcaba inconscientemente la mirada hacia las estrellas, perdidos mis pensamientos en algo que aun no sabía precisar. 

Fue de esa manera como aprendí a sopesar algunos extraños sucesos que pasaban desapercibidos, para las irrazonables cabezas de las personas. 

Hechos tal vez sin importancia, pero que vistos bajo el ángulo de la curiosidad, dejaban bastante interrogantes.

Yo fui testigo de dos incidentes, aparentemente sin importancia. 

El primero, en compañía de mi esposa, en una noche despejada. 

Curiosamente en un sector de nuevas construcciones, cuando fijé mi atención sobre un meteorito que avanzaba lentamente, dibujando sobre el cielo un perfecto zig-zag. 

Bastante excitado, grité a los obreros de las construcciones, quienes, sin perder un segundo, corrieron a reunirse conmigo, para
apreciar al máximo el espectáculo, el cual duro casi 30 segundos, hasta desaparecer, sin dejar rastro de su corta existencia. 

Bastante extraño, no cabía duda.

Sin embargo fue el segundo fenómeno, que por sus características, causó mayor revuelo entre los caleños.

En un atardecer veraniego, en Cali, Colombia, a finales de 1964, uno de mis hijos señaló un aerolito anaranjado hacia el norte. 

Al perderse en la lejanía, transcurrieron no más de cuatro minutos, al cabo de los cuales, se oyó una violenta explosión, que retumbo en toda la ciudad de Cali, produciendo terror y desconcierto por
igual, entre personas y animales. 

Atentos al noticiero de la noche, pudimos escuchar un informe más detallado acerca del aerolito. 

Al parecer, había caído en un lugar llamado Jamundí, quemando en su trayectoria gran cantidad de vegetación circundante.

En la edición del diario “El Occidente”, de la capital vallecaucana, se publicaron algunas notas al respecto, en las cuales se apreciaban claras contradicciones. 

Una de ellas hacia referencia al informe presentado por un experto de la Universidad del Valle, confirmando la naturaleza del fenómeno. 

Sin embargo, a continuación, se hablaba de una partida de agricultores, fuertemente armados, con garrotes y machetes, que se dirigieron al lugar de la colisión, encontrando a su alrededor parte de la enramada y del pasto chamuscados, y también al “aerolito”, justo en el momento que levantaba vuelo para perderse en la lejanía. 

Al inspeccionar el terreno no encontraron cráter alguno, pero si insistentes rumores de varios testigos, relacionados con la aparición de extraños seres revisando la zona. 

La verdad, nunca pudimos comprobar tal información. La gente poco colaboró. 

Era de esperarse esa actitud. No insistimos más en el asunto.

Sumido en una desagradable monotonía, los días pasaban en Cali, con una lentitud pasmosa. 

Con el fin de superar esa molestia, acostumbraba a distribuir mis horas de descanso entre ir al cine, leer, o asistir a los oficios de la iglesia. 

Yo era mormón desde 1961. 

Seducido por la amplitud de sus enseñanzas, me fui sumergiendo cada vez más en la profundidades de su fe. 

Sin ser místico, en el sentido estricto de la palabra, reconocí la necesidad de encontrar nexos tangibles con una Verdad Superior, ajena de oscuros sentimentalismos humanos.

Fui mormón convencido de las enseñanzas de sus profetas, y en ellas, intente encontrarme a mi mismo.

Sabia que era puerto seguro, y por eso me entregué dócilmente. 

Como era de suponerse, pronto me vi envuelto en una carrera sacerdotal, llena de reconfortantes experiencias, y de la cual, nunca he sentido el más mínimo arrepentimiento.

Cuando llegué a Cali, lo hice presbítero, y en virtud de ello recibí la anuencia correspondiente, para que funcionara en mi casa una “rama” de la iglesia, como se le conoce.

Sin perdida de tiempo, y con la ayuda de dos elders, o sacerdotes mayores, se dispuso su organización en la ciudad. 

Por fin la “iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos Días”, abrió sus puertas en mi casa, celebrándose allí las primeras ceremonias, hasta cuando pudimos adquirir un local más confortable.

Con cierta envidia, a menudo se ha criticado la laboriosidad de los sacerdotes mormones. 

Lo cierto es que en corto tiempo logramos cautivar un buen número de personas, algunos compañeros de trabajo, otros, vecinos de mi casa, a quienes convertimos al mormonismo. 

Nuestra comunidad creció con rapidez. 

Y con ella, la tranquilidad en mi vida, distinguiéndose mi estadía en esa ciudad como periodo de gran prosperidad, aun con el inconveniente de tener que soportar las calientes tardes caleñas.

Por razones ya conocidas, nunca intente mezclar el tema religioso con los ovnis, incluso me abstenía de provocar diálogos al respecto. 

Sin embargo, presionado por casuales circunstancias, me vi envuelto en una discusión inesperada, donde intervinieron jefes, subalternos, y un amigo, José Millar Trujillo, quien más
tarde me apodaría “El Marciano”. 

A raíz de eso, fui obligado a ejecutar algo con la cual nunca soñé.

Hallándome en Cali, con el fin de proporcionar la telefonía automática, en los ingenios azucareros, en uno de ellos, en el ingenio Pichichi, dicté en 1965, por primera vez, una conferencia sobre “platillos voladores”.

Lejos de sospechar el extraordinario interés despertado por estos temas, vacilé en un principio, intentando justificar mi evasiva, con argumentos como el de la inexperiencia. 

No valió de nada. Me vi enfrentado a un público dócil, subyugado por la novedad. 

Me aplaudieron sin cesar, durante un buen tiempo, mientras me repuse de la emoción. 

El mismo José Millar Trujillo, que con Felipe Segura, aquel viejo compañero de tertulia en Costa Rica, habían acudido a la conferencia, pues Felipe se encontraba en Cali tomando un curso de telefonía, enviado por su empresa de Costa Rica, y él no salían de su asombro. 

Ellos fueron los primeros en acercarse a respaldar con sus palabras la labor anteriormente descrita.

No cabe duda que el éxito contribuyó a dejar al descubierto mi oculta afición por los ovnis, celosamente guardado, mientras permanecía en Cali. 

Muchas personas se acercaron, al principio con timidez, y luego con decisión, a relatar algunas confidencias, unas guardadas durante años, otras ocurridas recientemente.

Entre los muchos secretos, recuerdo aquella narración de dos guardias del Ingenio Central Casilla, quienes presenciaron el recorrido de un objeto sobrevolando, a las cuatro de la mañana, las moradas de los obreros.

Dirigiendo sus linternas al aparato, recibieron como respuesta un penetrante baño de luz, que iluminó la totalidad del barrio.

Como ésta experiencia, escuché sin fin de ellas. 

Desafortunadamente, en lo que a mi concernía, erabastante difícil intentar algunas respuestas apropiadas. 

Por eso adopté una posición pasiva, receptiva, que no chocara con mi condición de sacerdote, limitándome solo a escuchar. 

Ya en la mente de muchos, estaba depositada la semilla, faltaba cultivarla.

Mi estadía en Cali finalizó, gracias a un nuevo contrato obtenido, para ir a trabajar a Bucaramanga, esta vez con la “General Telephone Internacional”. 

Allí me desempeñé como jefe de Instalaciones Internas de
Centrales Publicas.

Siguiendo un patrón definido desde hacia mucho tiempo, copié al milímetro la labor realizada en Cali. 

Es decir, no pudo faltar la correspondiente fundación de la “rama” de la iglesia Mormona en la capital santandereana. 

Tal vez, en esa ciudad, debí redoblar mis esfuerzos eclesiásticos.

De ahí que me atreva a asegurar, que el tema de los ovnis hubiera muerto definitivamente para mi, si hubiera permanecido en
Bucaramanga más tiempo del que estuve.

A decir verdad, mis aspiraciones y mis proyectos aun no estaban claros. 

Viajaba de ciudad en ciudad, buscando algo, que en el fondo no podía precisar, y nunca desaproveché las oportunidades que se me
presentaron. 

Por eso, tampoco fue difícil otra oferta para ir a Brasil, deslumbrado, en parte, por la oportunidad de conocer nuevas tierras, y en parte, por la jugosa comisión en la capital del país más grande de Latinoamérica. 

Me decidí seguir a mi recién llegado destino. 

Partí para Brasilia en 1968, el día de mi cumpleaños.

Diseñada en un principio para albergar la sede gubernamental y las representaciones diplomáticas del mundo, Brasilia mostraba un aspecto imponente. 

La gran cantidad de recién levantadas edificaciones urgía la presencia de buena cantidad de técnicos, cosa que no abundaba en demasía, en aquel territorio tropical. 

Alejada por muchos cientos de kilómetros de las principales ciudades costeras, y rodeadas por la enmarañada selva, daba una gran apariencia de capital seria y triste, donde brillaban por su ausencia los tradicionales centros de diversión y recreo. 

Un fin de semana en Brasilia era insoportable. 

Además, no tenía acceso a los clubes, donde se reunía la crema de la sociedad. 

Tampoco podía hacer buenos amigos, debido a mi escaso conocimiento del idioma. 

Por eso, corría en mi auto deportivo a Sao Pablo, donde
permanecía la mayor parte del fin de semana, bronceándome en las playas cariocas.

Al amanecer de un lunes de octubre, me sorprendió conduciendo a gran velocidad hacia Brasilia, por la
carretea transamazónica. 

Eran las cuatro de la mañana, y en mucho trecho no vi un solo automóvil. 

A cien kilómetros por hora, mi auto respondía a la perfección.

La noche era clara, no había nubes, tampoco corría
la brisa. 

En un momento determinado una fuerza desconocida estremeció el timón, con una vibración repentina. 

A través del vidrio delantero vi una bola de fuego cruzar los aires, para situarse sobre los árboles de la selva. 

Frené en seco, estacionándome en el hombrillo (zona de estacionamiento). 

Creí podría ser un avión con problemas mecánicos, pero se asemejaba más a una esfera luminosa. 

Aumentaba y disminuía de tamaño como si tomara aliento.

Pulsante, sus destellos eran intermitentes. 

Entré al carro, poseído por un miedo espantoso, aceleré,
intentando perderme en la carretera. 

Para mi desventura, el objeto siguió mis pasos durante muchos kilómetros. 

Ya fuera a la derecha, ya fuera a la izquierda, se cruzaba en mi camino, o sobre el automóvil.

Cuando esto sucedía, el timón se estremecía, y la radio encendida perdía su onda, en una turbulencia ininteligible. 

Varias veces se repitió esta acción, contribuyendo así a aumentar mi pánico hacia el objeto.

Volaba paralelo a mí auto, incrementaba la velocidad, para tratar de dejarlo atrás, me imitaba, y si la disminuía, hacia lo mismo. 

En algunos de sus vertiginosos cruces, sobre el techo del automóvil, pensé pondría estrellarse. 

Para fortuna de ambos, nada desagradable sucedió.

A la distancia, apareció una luz sobre la carretera. 

El objeto presintiendo algo, maniobró con velocidad y se perdió en la selva. 

El silencio fue cómplice, nadie se entero de su incursión.

Era un puesto de peaje, allí, un oficial y un soldado, tuvieron a bien recibirme. 

Balbuceando algunas palabras en mi rudimentario portugués, les pedí primero un vaso con agua para poder recuperar la serenidad, luego, al cabo de unos segundos, les relaté mi odisea.

No sorprendí al oficial, que muy serio dijo:

-Las apariciones de “espíritus” son frecuentes por estos lugares.-

Un hombre que cambiaba una llanta, se acercó, atraído por la algarabía, y confirmo la apreciación del oficial.

El miedo a tener otro encuentro, me detuvo en el peaje hasta tanto no paso otro automóvil, y juntos, después de las correspondientes despedidas y agradecimientos a los militares, cruzamos la distancia que nos separaba de Brasilia.

Ese lunes en la tarde, comenté el avistamiento a un grupo de ingenieros, pero solo uno de ellos, empleado de la ITT, se interesó, y llevándome a un costado del salón de reuniones, recordó sus experiencias de la niñez.

Ya estaba acostumbrado al pronunciado interés momentáneo de las personas, y al rápido olvido de los hechos. 

La experiencia, fuera de hacer las delicias de algunos, pronto fue echada de lado.

Mi contrato de seis meses, pasó como una exhalación, como el ovni de aquel amanecer. 

Allí mismo, en Brasilia, conocí un ingeniero japonés, representante de la compañía OKI, vendedora de equipo telefónicos.

Me ofreció una posibilidad de trabajo en Venezuela, donde tenía una represente. 

Acepté inmediatamente viajar a Caracas.

Rumbo a Caracas, estuve de paso por Bucaramangara. 

Descansé dos días, visité a mi familia, y nuevamente,
lleno de ilusiones, partí para Venezuela.

Permanecí hospedado en el hotel Lincoln, de la capital venezolana, rodeado de un ambiente familiar muy tranquilo, entre las calles Miracielos a Hospital. 

Desafortunadamente las cosas no marcharon como yo las
había planeado desde el principio.

Transcurridos quince días, el japonés no había aparecido. 

Sin un centavo en el bolsillo, y la dueña del hotel cobrándome, busqué refugio en el único lugar donde podía confiar: la iglesia. 

Gracias a un ministro bautista, pronto pude localizarla. 

Para mi alegría, todos los miembros de la comunidad me brindaron una cordial bienvenida, y en especial el hermano Robert, quien me ofreció una habitación de su casa caraqueña, pudiendo así conseguir un bonito apartamento, en el barrio San Bernardino, Plaza de la Estrella, en un cuarto piso.

¡Que gran suerte la mía!, No hubiera podido quejarme. 

Al fin había encontrado algo de estabilidad, que me permitiría traer a mi familia a vivir conmigo a Venezuela.


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